lunes, 11 de junio de 2012
Oscura cabellera
Se mostraba tan tierna,
tan suave, tan bella
por dentro y por fuera.
Me encantaba su larga cabellera,
negra como la noche, fina como la seda.
Me llenaba con su voz, con su mirada,
nada había mejor que amarla,
acariciarla y abrazarla,
cuando dormíamos, juntos en aquella cama.
Recuerdo que se iba, temprano a la mañana,
que yo sólo podía atinar a besarla,
obnubilado, ver su cara,
esa sonrisa que se iba y luego nada,
sólo sus cabellos aún en la almohada.
Era ver el sol entrar por la ventana,
era ver la ausencia, la pieza iluminada
y encontrar, uno a uno,
sus cabellos y guardarlos juntos.
Sí, sus capilares azabaches
ponía yo dentro de un cofre.
Tan larga era su cabellera,
tan fina, tan negra como la noche.
Pero luego, su regreso se hizo esperar
y a las citas comenzó a faltar.
Excusas o visitas de médico
y comencé a sentirme cada vez más patético.
Ya no compartíamos los sueños
ni la estufa de este invierno
y, poco a poco, fui cayendo
de que ella ya compartía otros sueños.
Recordé que soñaba
con un auto, un patio verde y un perro,
y yo, con mi pensión desvencijada,
lejos estaba, lejos también mi sueldo.
Recordé a ese tipo de quien me hablaba,
con quien se reía en el trabajo,
recordé que él también pensaba
en tener un auto, un perro y un lindo patio.
Y lejos de ese jardín soñado,
aquí, en esta pieza sucia y vieja,
solo me quedé, no ha vuelto ella,
sólo quedan sus frágiles retazos.
Sí, sus malditos pelos
que ahora sostengo y los tiro al cesto,
que descubro, con asco, entre mis ropas,
retorciéndose como serpientes de Gorgona,
que me recuerdan que otro era su rostro
y que el que me mostraba sólo era
una sonrisa falsa, una oscura cabellera
que ahora, en sueños, me ahoga.
Lo indescriptible
“Inasible,
inenarrable,”
cómo me sacan
estas palabras,
si ya la poesía
es intentar describir,
decir lo que se nos escapa,
eso desconocido,
tratar de encontrar
más allá del cotidiano,
por medio de metáforas,
animizaciones
o con conceptos análogos.
Podés hacerlo en un poema,
agregar: “lo indecible,
lo inefable,”
como un juego literario,
pero repetirlo en todos
sería como
no tener nada que decir
poéticamente hablando.
Cool
A Chet.
Su rostro pálido,
su son relajado,
su jazz-bálsamo,
su sangre,
lumínica y grave.
Sus ojos sepias,
su sonrisa que lamenta,
su frágil trompeta,
su clave,
lumínica y grave.
Su roce tibio,
su voz silente,
su instante-lívido,
su pinchazo suave,
lumínico y grave.
nocturno
A Miles.
Entre evanescencias tonales
e impulsos sincopados,
arcadas, silencios
de un sapo cósmico
soplando metales lánguidos,
recortando la noche,
procurando un acierto,
buscando en el vuelo,
tomando aliento,
esperando su turno,
sumando humo,
para volver al intento
de ser uno
con el instrumento,
de ser un medio
entre esos oídos
y el universo.
viernes, 2 de diciembre de 2011
últimos auxilios:
El pájaro vuelve a cantarnos recordándonos el fin de la noche. Cuántas veces ya te he escuchado. Te extrañaré cuando me vaya, cuando no escuche de nuevo ese gorjeo, cuando no vuelva a proyectar mi sombra en esa esquina, cuando ya no me tape con su manto ese pino enorme, cuando ya no suba a los bondis crepusculares con su cumbia santafesina al mango saliendo del grabador del vendedor de compacts en sus recorridos conurbanos, extrañaré al 85, a esas charlas entre colectiveros, a esas miradas esquivas de las chicas, a esos saludos lejanos con un conocido del barrio cuando me cruzo de vereda, cuando escucho un tango al pasar, una radio, un ladrido de perros, niños jugando, cuando toda la vida se resume en una tarde nublada, poco transitada, donde aún se corta la calle para patear un rato, donde aún se queman los muñecos del mal año, donde aún corren la mancha y se esconden, donde aún se trepa un árbol, y yo también caigo con ese niño que llora porque no pudo doblar ahora con esa bici sin rueditas. Extrañaré ser. Cuando me vaya, espero que sonrías, que mi velorio sea una fiesta que continúe varios días, que allí se digan todo lo que callaron, que vuelvan a nacer, que sepan que de ese mismo polvo comerán y que, de vez de penar, bailen conmigo, sí, conmigo que soy de madera, bailen por mí, bailen contradiciendo la moda de la muerte, contradiciendo los modos del vestir, conviertan mi sepelio en una orgía con fogata que se mezcle con las estrellas, con alcohol que derrame empatía entre los que antes se alejaron por no poseer las mismas sintonías, ¡Pues todos nos mojaremos con la misma ola! ¡No puedo esperar a verlo! Lo siento.
domingo, 14 de noviembre de 2010
El lápiz:
Había una vez un lápiz que se perdía, pero estaba condenado a volver siempre a su dueño, de diversas formas. Nunca dejaba de pasar. O se lo devolvía uno que se lo había llevado por error en la escuela o se lo daba otro, cuando él pedía prestado un lápiz, y así volvía a tenerlo, o hasta pasó aquello de que, a último momento, el padre encontrara el susodicho lápiz en el tacho de basura, ¿Cómo había llegado allí? Otro misterio.
Lo que sí se sabía era que el chico y el lápiz estaban condenados al encuentro.
Lo había encontrado hacía mucho, en la calle, fue de esas pocas cosas útiles que había encontrado allí. Sería de algún pibe como él, lo había encontrado cerca del circuito que daba a su escuela.
El lápiz se iba achicando, siendo mordido, sacado la punta. Ya estaba bastante pequeño pero seguí con su dueño.
El chico lo tenía desde hacía mucho, ya no recordaba bien el tiempo. Con él, había escrito las primeras oraciones en el cuaderno. Era, se podría decir, como un amigo.
Al chico, además, le gustaba dibujar desde siempre, y los dibujos, no sabía porqué, le gustaban más cuando los hacía con ese lápiz, le salían mejor, como si estuvieran conectados, como si ese lápiz estuviera conectado con su imaginación y cuando le prestaban otro, eran sus peores creaciones, y cuando se olvidaba el lápiz en la casa, pensaba, casi obsesivamente, que se le perdía todo.
Un día, un fatídico día, las cosas cambiaron. El chico metió con toda naturalidad, parado cerca del tacho de basura del aula, su lápiz en su sacapuntas de metal, pero luego, aunque frenéticamente buscó desprenderlo, no pudo, el lápiz se había atorado en el sacapuntas de metal, y por su diminuto tamaño no podía sujetarlo. El niño miraba desesperado la escena que tenía en sus manos como si un gran amigo estuviera a punto de ahogarse o atorado en las vías y el tren, ya acechando.
Entonces recordó que ese sacapuntas de metal era el mejor amigo y reliquia de su padre, lo tenía desde su edad, y ahora él lo había heredado.
Sujetando a ese voraz carnicero que sostenía en su boca metálica a su pequeño e indefenso compañero, sólo pudo gritar un “¡No!”, blandiéndolo con bronca y dolor, mientras los demás niños reían y señalaban.
Lo que sí se sabía era que el chico y el lápiz estaban condenados al encuentro.
Lo había encontrado hacía mucho, en la calle, fue de esas pocas cosas útiles que había encontrado allí. Sería de algún pibe como él, lo había encontrado cerca del circuito que daba a su escuela.
El lápiz se iba achicando, siendo mordido, sacado la punta. Ya estaba bastante pequeño pero seguí con su dueño.
El chico lo tenía desde hacía mucho, ya no recordaba bien el tiempo. Con él, había escrito las primeras oraciones en el cuaderno. Era, se podría decir, como un amigo.
Al chico, además, le gustaba dibujar desde siempre, y los dibujos, no sabía porqué, le gustaban más cuando los hacía con ese lápiz, le salían mejor, como si estuvieran conectados, como si ese lápiz estuviera conectado con su imaginación y cuando le prestaban otro, eran sus peores creaciones, y cuando se olvidaba el lápiz en la casa, pensaba, casi obsesivamente, que se le perdía todo.
Un día, un fatídico día, las cosas cambiaron. El chico metió con toda naturalidad, parado cerca del tacho de basura del aula, su lápiz en su sacapuntas de metal, pero luego, aunque frenéticamente buscó desprenderlo, no pudo, el lápiz se había atorado en el sacapuntas de metal, y por su diminuto tamaño no podía sujetarlo. El niño miraba desesperado la escena que tenía en sus manos como si un gran amigo estuviera a punto de ahogarse o atorado en las vías y el tren, ya acechando.
Entonces recordó que ese sacapuntas de metal era el mejor amigo y reliquia de su padre, lo tenía desde su edad, y ahora él lo había heredado.
Sujetando a ese voraz carnicero que sostenía en su boca metálica a su pequeño e indefenso compañero, sólo pudo gritar un “¡No!”, blandiéndolo con bronca y dolor, mientras los demás niños reían y señalaban.
El juego:
Un jardín soleado de salpicantes, puntillosos verdes que rozaban la sonrisa de un niño, sentado en la tierra, inundando con un tachito el camino de unas hormigas negras.
El niño imaginaba soldaditos y el agua era como bombardeos. Entre el barro que se hacía, también pasaba, hundiéndolo, un camioncito con propulsión de sonidos que salían de su boca y su mano lo metía más y más en el camino, atropellando a las hormigas negras. Éstas, entre tanto, trataban de escapar de la inmensa amenaza. Algo gigantesco las atacaba y el agua ahogaba su nido. Eran una unidad, una sola no importaba.
Unas voces a lo lejos, llamaron al niño. Él se levantó y se fue, feliz y contento, era la hora de tomar la leche y ver dibujitos.
Mientras, las hormigas, ahogadas, algunas aún retorciéndose, se secaban despacio, bajo el esplendido sol.
El niño imaginaba soldaditos y el agua era como bombardeos. Entre el barro que se hacía, también pasaba, hundiéndolo, un camioncito con propulsión de sonidos que salían de su boca y su mano lo metía más y más en el camino, atropellando a las hormigas negras. Éstas, entre tanto, trataban de escapar de la inmensa amenaza. Algo gigantesco las atacaba y el agua ahogaba su nido. Eran una unidad, una sola no importaba.
Unas voces a lo lejos, llamaron al niño. Él se levantó y se fue, feliz y contento, era la hora de tomar la leche y ver dibujitos.
Mientras, las hormigas, ahogadas, algunas aún retorciéndose, se secaban despacio, bajo el esplendido sol.
La espera:
Miró la hora, otra vez lo mismo, 23:23, maldito celular, quería hacerlo mierda contra el piso, pero el reloj, allá arriba, marcaba en sus agujas lo que el digital ya había dicho más directamente.
Vino otra vez, todo empezó a temblar, la maceta se iba acercando, temblequeando, al borde de la mesita. Él lo sentía bajo los pies, en el espejo movedizo, en su mirada que palpitaba.
El tren pasaba otra vez y él, viviendo frente a las vías. Nunca te acostumbrás a eso. De chico, ya traumado, se le morían todos los pajaritos, los loritos, los canarios, por el estrépito, por el espasmo, hasta el paro cardíaco.
Roberto, que se ese era su nombre, sufría cada vez que el patas de hierro pasaba, pero no podía mudarse, algo lo atrapaba, tal vez era el hechizo de la cercana, la ansiada muerte pasando.
No lo sabía. Salía poco, cerraba la puerta inseguro, señalando con esa nariz aguileña a ambos lados, con esa boca pequeña, entreabierta, mientras que, con fervorosa firmeza, daba las dos vueltas y con la otra mano afirmaba que estaba bien cerrada.
Miraba las vías con ese temblor que posee lo que repulsa y atrae, por lo peligroso y lo desconocido, por el brazo suelto que vio esa vez entre los durmientes, y la gente y el olor aún fuerte de los frenos quemados, o el perro agonizando o el coche desperdigado.
Estaba leyendo un libro, se sentía dentro de sus páginas, dentro de la selva, deseaba estar allí, imaginaba qué estaría pasando en ese mismo instante en el Amazonas, pero las descripciones le daban tanto pavor que sabía que la devora hombres no era para cualquiera. Los tantos seres de eterno nacimiento y muerte, y que ésta es vida en cada hoja que cae y es abono de la tierra, en cada hombre cayendo que sería labor de los gusanos, y la fiebre y las sanguijuelas y las pirañas y los árboles que hablan y la misma selva toda, que te hechiza para siempre y te lleva con ella en una locura al filo del final, pero antes la existencia misma es reina, no el error de esas macetas, de esa casa limitada, cercada por ese único río seco, funesto, y él ahora, sentado de nuevo en su sillón, esperando, placer-displacer del alma humana, que sonara ese teléfono, que ese celular le dijera con unas letras que por la síntesis de la sintaxis, eran semántica aplicada, pero nada, ni vibraba, y ponía más fuerte el televisor que llovía lentamente mientras que, otra vez, el voraz que iba para la Plata rugía con su “¡Tatac-tatac!, ¡Tatac-tatac!” y todo repetía su andar punzante.
Fumaba para relajarse, ya se iría a acostar. Dibujaba ideas en las manchas de humedad del techo hasta que se entredormía, atinando apenas a apagar el velador.
A veces soñaba sólo cosas incoherentes, charlas fugaces con gente que hacía tanto que no veía y hasta a veces, le pasaba aquello de soñar con uno, y el mismo día cruzárselo en el centro. Pero lo peor era cuando soñaba con el tren. No sabía si era que lo estaba escuchando de verdad, pasando de nuevo, pero de pronto se levantaba, miraba al costado de su cama, como buscando las chancletas, pero de vez de su pieza había una selva con enormes árboles y arbustos tupidos, y entrecruzando la oscuridad del verde, las vías se mostraban, y a lo lejos, el viento traía su gozoso lamento, el susodicho se acercaba, y él, estremecido, no podía, no tenía fuerzas para escapar de allí, para detenerlo, no podía actuar, salir y se acercaba cada vez más, hasta que abría los ojos, transpirado, mirando a todos lados, buscando en el costado las vías, el sonido, la selva, el tren lejano, y tenía miedo de volver a dormir y que volviera otra vez a estar en medio del tren, de la irrevocable muerte.
Así pasaban sus días, tensionado por las preocupaciones que el mismo se generaba, presionado en su mente, círculo vicioso enfermante que no podía más que llevarlo a la desesperación y al letargo.
Salía cada vez menos. A lo último le pedía a la vecina que le fuera a cobrar la jubilación de Segba. Ya no quería estar rodeado, ya estaba cansado, taciturno, huraño. Se quería ir y ese río seco lo incitaba como víbora para que mordiera la manzana y él, esquivando el rostro al mirar por la ventana, volvía a ver el celular sin un mensaje. ¿Para qué le habían regalado esa basura si no le servía más que para ver la hora? Se habían olvidado de él, como esos botines que perdieron el brillo de los años de gloria y ya no se extrañan y ya no se buscan.
Leía en su cuarto. Ese colombiano, antes prejuiciado por él, lo estaba sumergiendo en una aventura que se agigantaba en cada página, en cada nueva voz que contaba su historia. Era lo único que le quedaba de la vida, soñar con viajes imposibles desde su sillón viejo. Cerró el libro, deprimido más aún al darse cuenta de su miseria.
Se fue a bañar, tal vez eso aligeraría la tarde. Se sacó la ropa como de costumbre, la tiró al suelo, ahí, al lado de la ducha, para poner los pies luego, al salir, como era hábito, y de ahí, a lavarlo con el jaboncito y la canilla, sentado en el bidé.
Ya dentro de la ducha, comenzó a pasarse el jabón por la cara, le entró en los ojos, aulló entre raíces coloradas y estrellitas de colores. Resbaló, no atinó a sostenerse del sujeta-toalla. Chocó su cabeza contra la canilla del baño. La ducha siguió corriendo, impasible. La sangre fluyó y escapó al igual que el agua. El ruido inconfundible del tren, reapareció, como anunciando su despedida, su ida, su llegada.
Vino otra vez, todo empezó a temblar, la maceta se iba acercando, temblequeando, al borde de la mesita. Él lo sentía bajo los pies, en el espejo movedizo, en su mirada que palpitaba.
El tren pasaba otra vez y él, viviendo frente a las vías. Nunca te acostumbrás a eso. De chico, ya traumado, se le morían todos los pajaritos, los loritos, los canarios, por el estrépito, por el espasmo, hasta el paro cardíaco.
Roberto, que se ese era su nombre, sufría cada vez que el patas de hierro pasaba, pero no podía mudarse, algo lo atrapaba, tal vez era el hechizo de la cercana, la ansiada muerte pasando.
No lo sabía. Salía poco, cerraba la puerta inseguro, señalando con esa nariz aguileña a ambos lados, con esa boca pequeña, entreabierta, mientras que, con fervorosa firmeza, daba las dos vueltas y con la otra mano afirmaba que estaba bien cerrada.
Miraba las vías con ese temblor que posee lo que repulsa y atrae, por lo peligroso y lo desconocido, por el brazo suelto que vio esa vez entre los durmientes, y la gente y el olor aún fuerte de los frenos quemados, o el perro agonizando o el coche desperdigado.
Estaba leyendo un libro, se sentía dentro de sus páginas, dentro de la selva, deseaba estar allí, imaginaba qué estaría pasando en ese mismo instante en el Amazonas, pero las descripciones le daban tanto pavor que sabía que la devora hombres no era para cualquiera. Los tantos seres de eterno nacimiento y muerte, y que ésta es vida en cada hoja que cae y es abono de la tierra, en cada hombre cayendo que sería labor de los gusanos, y la fiebre y las sanguijuelas y las pirañas y los árboles que hablan y la misma selva toda, que te hechiza para siempre y te lleva con ella en una locura al filo del final, pero antes la existencia misma es reina, no el error de esas macetas, de esa casa limitada, cercada por ese único río seco, funesto, y él ahora, sentado de nuevo en su sillón, esperando, placer-displacer del alma humana, que sonara ese teléfono, que ese celular le dijera con unas letras que por la síntesis de la sintaxis, eran semántica aplicada, pero nada, ni vibraba, y ponía más fuerte el televisor que llovía lentamente mientras que, otra vez, el voraz que iba para la Plata rugía con su “¡Tatac-tatac!, ¡Tatac-tatac!” y todo repetía su andar punzante.
Fumaba para relajarse, ya se iría a acostar. Dibujaba ideas en las manchas de humedad del techo hasta que se entredormía, atinando apenas a apagar el velador.
A veces soñaba sólo cosas incoherentes, charlas fugaces con gente que hacía tanto que no veía y hasta a veces, le pasaba aquello de soñar con uno, y el mismo día cruzárselo en el centro. Pero lo peor era cuando soñaba con el tren. No sabía si era que lo estaba escuchando de verdad, pasando de nuevo, pero de pronto se levantaba, miraba al costado de su cama, como buscando las chancletas, pero de vez de su pieza había una selva con enormes árboles y arbustos tupidos, y entrecruzando la oscuridad del verde, las vías se mostraban, y a lo lejos, el viento traía su gozoso lamento, el susodicho se acercaba, y él, estremecido, no podía, no tenía fuerzas para escapar de allí, para detenerlo, no podía actuar, salir y se acercaba cada vez más, hasta que abría los ojos, transpirado, mirando a todos lados, buscando en el costado las vías, el sonido, la selva, el tren lejano, y tenía miedo de volver a dormir y que volviera otra vez a estar en medio del tren, de la irrevocable muerte.
Así pasaban sus días, tensionado por las preocupaciones que el mismo se generaba, presionado en su mente, círculo vicioso enfermante que no podía más que llevarlo a la desesperación y al letargo.
Salía cada vez menos. A lo último le pedía a la vecina que le fuera a cobrar la jubilación de Segba. Ya no quería estar rodeado, ya estaba cansado, taciturno, huraño. Se quería ir y ese río seco lo incitaba como víbora para que mordiera la manzana y él, esquivando el rostro al mirar por la ventana, volvía a ver el celular sin un mensaje. ¿Para qué le habían regalado esa basura si no le servía más que para ver la hora? Se habían olvidado de él, como esos botines que perdieron el brillo de los años de gloria y ya no se extrañan y ya no se buscan.
Leía en su cuarto. Ese colombiano, antes prejuiciado por él, lo estaba sumergiendo en una aventura que se agigantaba en cada página, en cada nueva voz que contaba su historia. Era lo único que le quedaba de la vida, soñar con viajes imposibles desde su sillón viejo. Cerró el libro, deprimido más aún al darse cuenta de su miseria.
Se fue a bañar, tal vez eso aligeraría la tarde. Se sacó la ropa como de costumbre, la tiró al suelo, ahí, al lado de la ducha, para poner los pies luego, al salir, como era hábito, y de ahí, a lavarlo con el jaboncito y la canilla, sentado en el bidé.
Ya dentro de la ducha, comenzó a pasarse el jabón por la cara, le entró en los ojos, aulló entre raíces coloradas y estrellitas de colores. Resbaló, no atinó a sostenerse del sujeta-toalla. Chocó su cabeza contra la canilla del baño. La ducha siguió corriendo, impasible. La sangre fluyó y escapó al igual que el agua. El ruido inconfundible del tren, reapareció, como anunciando su despedida, su ida, su llegada.
Un libro:
No creo en supercherías, en supersticiones, pero que las hay las hay, brujas, trasgos, y esto que les comienzo a contar:
Yo, inocentemente, aún joven, compré un libro por curiosidad. Era la temprana edad de la inocencia, primaveras y otoños eran como los primeros, sentidos de veras, y había empezado a leer ya a algunos de los que marcaron mi camino en esto, escribir, por lo que escribo, Poe, Lovecraft y, por este último es que compré ese libro, el cual nombraba en sus cuentos terroríficos. Un tal árabe loco lo había escrito, yo tuve tiempo de leer sólo unas pobres líneas, un antiguo conjuro que no recuerdo para que era, ni su pócima, pero ahora, con lo que les cuento, aproximo, supongo el resultado.
Rápidamente, tal vez por la insistencia, tal vez por lo buenudo, le presté, sin antes terminar o casi empezar a leer, este libro a alguien, a un hombre, a un amigo, y éste, semanas después me dijo que lo había perdido, que lo había dejado en una bolsa con otro libro, y al volver a su casa, lo recordó, pero aunque regresó a la plaza no lo halló. Pidió disculpas. Prometió que me conseguiría uno igual a ese, la misma edición. No era la gran cosa, la edición digo, no mi amigo. No me importó tanto en esos tiempos, mas m quedaron las ganas de leerlo.
Lo más curioso de este asunto es que luego, pasando un año de aquello, extrañamente, sí, extrañamente lo digo por conocerlo, mi amigo me devolvió el libro, lo había vuelto a comprar, y sí, también extrañamente, sin sentido, sin motivo, no lo leí tampoco allí, en ese momento, no le dí importancia, no recuerdo si apenas lo hojeé, si es que volví a leer las funestas páginas del conjuro, supuestamente antiguo, pero la cosa fue que volví, sin atinar, no me pregunten porqué, volví a prestárselo a otra persona, esta vez a una mujer, a una compañera.
Pasaron unas semanas y luego, tímida, colorada, avergonzada quizás, me dijo que lo había perdido, que la disculpara, que lo dejó en una bolsa, que se lo olvidó con otro libro (siempre se llevaba a alguien consigo) en un colectivo.
Ella dijo que me devolvería el libro, yo le dije, tranquilo, extrañamente tranquilo (pues ahora hace muy poco que medito, tal vez por la lejanía del suceso o la lejanía que permanezco teniendo con ese macabro libro, lo que en verdad sucedía), que no se preocupara, que sabía que era difícil de conseguir y que, de última, me devolviera otro libro. Y así fue, así lo hizo. Ella me devolvió una antología de “Las mil y una noches”, tal vez más árabes que ese “Necronomicón”, cuyo conjuro hizo que siempre se alejara de mis manos, que nunca pudiera conocerlo del todo, que jamás pudiera saber con certeza de que se trataba. Y sí, habré leído, inconciente, una maldición de olvido y pérdida constante, cíclica, atemporal.
Espero con miedo encontrarme de nuevo con ese arcano libraco. Prefiero al cuervo graznando antes que a un silencioso volumen con tanto poder dentro que puede moverse a su antojo, dominando las mentes, los cuerpos. ¿Quién tendrá ahora esos, mis libros perdidos? ¿La maldición siguió con ellos? ¿Y si vuelvo a encontrarlo de nuevo, no terminaré siendo yo mismo pérdida, olvido?
Yo, inocentemente, aún joven, compré un libro por curiosidad. Era la temprana edad de la inocencia, primaveras y otoños eran como los primeros, sentidos de veras, y había empezado a leer ya a algunos de los que marcaron mi camino en esto, escribir, por lo que escribo, Poe, Lovecraft y, por este último es que compré ese libro, el cual nombraba en sus cuentos terroríficos. Un tal árabe loco lo había escrito, yo tuve tiempo de leer sólo unas pobres líneas, un antiguo conjuro que no recuerdo para que era, ni su pócima, pero ahora, con lo que les cuento, aproximo, supongo el resultado.
Rápidamente, tal vez por la insistencia, tal vez por lo buenudo, le presté, sin antes terminar o casi empezar a leer, este libro a alguien, a un hombre, a un amigo, y éste, semanas después me dijo que lo había perdido, que lo había dejado en una bolsa con otro libro, y al volver a su casa, lo recordó, pero aunque regresó a la plaza no lo halló. Pidió disculpas. Prometió que me conseguiría uno igual a ese, la misma edición. No era la gran cosa, la edición digo, no mi amigo. No me importó tanto en esos tiempos, mas m quedaron las ganas de leerlo.
Lo más curioso de este asunto es que luego, pasando un año de aquello, extrañamente, sí, extrañamente lo digo por conocerlo, mi amigo me devolvió el libro, lo había vuelto a comprar, y sí, también extrañamente, sin sentido, sin motivo, no lo leí tampoco allí, en ese momento, no le dí importancia, no recuerdo si apenas lo hojeé, si es que volví a leer las funestas páginas del conjuro, supuestamente antiguo, pero la cosa fue que volví, sin atinar, no me pregunten porqué, volví a prestárselo a otra persona, esta vez a una mujer, a una compañera.
Pasaron unas semanas y luego, tímida, colorada, avergonzada quizás, me dijo que lo había perdido, que la disculpara, que lo dejó en una bolsa, que se lo olvidó con otro libro (siempre se llevaba a alguien consigo) en un colectivo.
Ella dijo que me devolvería el libro, yo le dije, tranquilo, extrañamente tranquilo (pues ahora hace muy poco que medito, tal vez por la lejanía del suceso o la lejanía que permanezco teniendo con ese macabro libro, lo que en verdad sucedía), que no se preocupara, que sabía que era difícil de conseguir y que, de última, me devolviera otro libro. Y así fue, así lo hizo. Ella me devolvió una antología de “Las mil y una noches”, tal vez más árabes que ese “Necronomicón”, cuyo conjuro hizo que siempre se alejara de mis manos, que nunca pudiera conocerlo del todo, que jamás pudiera saber con certeza de que se trataba. Y sí, habré leído, inconciente, una maldición de olvido y pérdida constante, cíclica, atemporal.
Espero con miedo encontrarme de nuevo con ese arcano libraco. Prefiero al cuervo graznando antes que a un silencioso volumen con tanto poder dentro que puede moverse a su antojo, dominando las mentes, los cuerpos. ¿Quién tendrá ahora esos, mis libros perdidos? ¿La maldición siguió con ellos? ¿Y si vuelvo a encontrarlo de nuevo, no terminaré siendo yo mismo pérdida, olvido?
lunes, 25 de octubre de 2010
joven Argentina
Argentina
¿Cómo estás? Espero que bien,
he hecho todo lo que pude
para entenderte
pero tu sigues empecinada
en que son todos putos
menos vos.
Argentina,
acostumbrada a la miseria,
tienes ya la moneda preparada
en el bolsillo
para dársela al pendejo
que te mangue,
Argentina,
plaza vallada
y montonera,
Argentina,
1,50 en la máquina,
sos como tus perros, juguetones
cualquier día se reviran
y te ladran.
Argentina,
¿Cuantos vagones faltan incendiar?
no somos culpables,
somos responsables.
no somos víctimas,
somos consecuencias.
Argentina, madre tierra,
¿dónde están tus héroes
suicidándose en pensiones?
¿dónde están tus ídolos,
estancados en panfletos, remeras,
pancartas?
Argentina,
tus trabajadores siguen dándole
duro a la pala, siguen levantando
reces heladas en madrugadas de Julio
para que seas la reina de la carne.
Argentina, ya no más facilismo por favor!
ya basta!
Argentina, tus jóvenes son
escapados sin salida.
Argentina, sos como una joven
que la capital le fascina.
espero que nos recuerdes
cuando despiertes
de tu sueño profundo,
aún estamos aquí,
respiramos,
en la periferia,
en el sur, el norte,
el este y el oeste.
Argentina, madre joven,
madre niña,
nos tienes por tu deseo egoísta
de poseer,
caprichoso.
joven ojerosa,
melancólica,
amante de lo muerto,
nunca avanzas,
sólo tapizas
nuestra realidad
de barro y villa
con tus costumbres extranjeras,
con tu indiferencia.
te amo pero te odio
como todo en esta vida,
madre hija,
estás enferma.
¿Cómo estás? Espero que bien,
he hecho todo lo que pude
para entenderte
pero tu sigues empecinada
en que son todos putos
menos vos.
Argentina,
acostumbrada a la miseria,
tienes ya la moneda preparada
en el bolsillo
para dársela al pendejo
que te mangue,
Argentina,
plaza vallada
y montonera,
Argentina,
1,50 en la máquina,
sos como tus perros, juguetones
cualquier día se reviran
y te ladran.
Argentina,
¿Cuantos vagones faltan incendiar?
no somos culpables,
somos responsables.
no somos víctimas,
somos consecuencias.
Argentina, madre tierra,
¿dónde están tus héroes
suicidándose en pensiones?
¿dónde están tus ídolos,
estancados en panfletos, remeras,
pancartas?
Argentina,
tus trabajadores siguen dándole
duro a la pala, siguen levantando
reces heladas en madrugadas de Julio
para que seas la reina de la carne.
Argentina, ya no más facilismo por favor!
ya basta!
Argentina, tus jóvenes son
escapados sin salida.
Argentina, sos como una joven
que la capital le fascina.
espero que nos recuerdes
cuando despiertes
de tu sueño profundo,
aún estamos aquí,
respiramos,
en la periferia,
en el sur, el norte,
el este y el oeste.
Argentina, madre joven,
madre niña,
nos tienes por tu deseo egoísta
de poseer,
caprichoso.
joven ojerosa,
melancólica,
amante de lo muerto,
nunca avanzas,
sólo tapizas
nuestra realidad
de barro y villa
con tus costumbres extranjeras,
con tu indiferencia.
te amo pero te odio
como todo en esta vida,
madre hija,
estás enferma.
jueves, 30 de septiembre de 2010
Poema N° 2:
La realidad es otra
Y es esta al mismo tiempo,
Es tan maravillosa
Por no poder creerlo.
Es y está
Aunque parezca no real,
Extraño, esto aún es,
Hasta la muerte.
Y es esta al mismo tiempo,
Es tan maravillosa
Por no poder creerlo.
Es y está
Aunque parezca no real,
Extraño, esto aún es,
Hasta la muerte.
Doble abismo:
Estaba tirado, postrado en la cama, dentro de esa pequeña y mísera pensión, temblando tanto, desde los dientes hasta las piernas, sacudiéndose bruscamente, titilante con piel de gallina, moviéndose casi epiléptico, muerto de frío, no lo soportaba más, la tos y la neuralgia, los mocos y la flema, la migraña y la fiebre que lo alucinaba, lo hacia hablar solo, con dolor, desesperanza, y acercamiento con la muerte, eso sentía, pero mas que nada frío helado, llenando sus huesos que dolían, su espalda que estallaba.
La fiebre era muy alta, entre palabras incongruentes veía imágenes, historias, se veía a sí mismo encima de un colectivo, parado, y que de golpe, miraba hacia fuera y alguien le apuntaba con un revolver, él se lanzaba al suelo y empujaba a otros que caían por el impulso, luego todos lo miraban como: ¨¿Qué le pasa a este?¨, ¨¿Está loco? ¨, ¨ Es un paranoico ¨, el colectivo continuaba sin pausa, andando por la calle, alrededor se sucedían las cuadras, los negocios y los coches pasando por los costados.
Entre dormido, con la alta fiebre y el corazón latiéndole fuerte en las sienes rebotándole en la almohada y latiendo en todo el cuerpo, insoportable, y por las calles, los seres que pasaban, con sus pasos repetían el sonido palpitante. Sus manos estaban acalambradas, ya no sentía los pies, deseaba con ansias el pare del dolor, de ese frío miserable, pero la noche parecía eterna y ese frío entraba por todas partes, helando su cuerpo poco protegido por una pobre manta. Deseaba con locura tener algún dador de calor, algo que lo protegiera, que lo tapara, que detuviera ese sufrimiento.
Pensó algo, pero se arrepintió en el momento y se detuvo, entrecortado, ¨ Daría mi a...¨, se interrumpió por otro pensamiento de temor. Pero luego, recomenzó, con más fuerza, cualquier cosa seria mejor que el infierno de esa pieza. Y dijo: ¨ Daría mi alma por alguien que me diera calor en esta noche ¨. Y entonces apareció, entre la oscuridad, luego sobre él, sintió su cuerpo tibio, el peso, el calor, no podía creerlo, prendió la enclenque lámpara cerca de la cama, era cierto, su deseo, su sueño, una hermosa mujer estaba encima suyo, le tocó los muslos, luego los senos, era real, era corpórea, era hermosa y estaba desnuda, era pelirroja, con ojos claros y labios de fuego carmesí, como lo había soñado siempre, ella le besó el mentón, luego el cuello y el pecho, él la miró, ella sonrió y luego se mordió los labios y cerro los ojos contorsionándose en su cintura, era el paraíso, él la tenía, la penetraba, era lo más hermoso que había visto y sentido en su vida, su cuerpo transpiraba, ambos se movían, su deseo era desenfrenado, pero se detenía, no quería hacerle ningún daño, aunque tanto tiempo hacía que lo deseaba, una mujer, y con todos los rasgos que lo volvían loco.
Su entrepierna no soportó la emoción, acabó y se abrazaron, el temblaba de deseo, la tocaba por todas partes, ella solo sonreía sin mostrar sus dientes, y pestañaba mientras le apretaba el pecho sudoroso con las manos. Pero todo termina alguna vez, la pelirroja se levantó y empezó a vestirse, él quiso levantarse pero no pudo, estaba paralizado, ya mirando el cielorraso con unos ojos tiesos y fríos. Todo era mejor que esa helada noche, lo que no sabía ni esperaba, era que en el infierno de fuego eterno, había una tortura, una gran pileta de hielo para los tibios y friolentos donde no morías, sino que la condena era infinita.
El determinante:
No sabia que hacer. No podía decidirse nunca. Sus pensamientos, su sensibilidad lo traicionaba todo el tiempo. Lo duda era su emblema. No podía decidir hacer o no hacer tal cosa.
Tenía ganas de ir al baño ¿ Tenía ganas de ir al baño? Quería escuchar música ¿Éste o ese disco? ¿Cuál de todos esos, heredados? ¿Quería escuchar música? Quería comer algo, ¿ Quería comer algo? Y así, todo el rato.
Quieto se quedaba, en medio de todo, de todas esas posibilidades, alternativas, puntos de vista, ¿Cuál era el suyo? ¿Su alternativa cual era? Estaba solo, quieto se quedaba en medio de todo.
No podía decidir, dubitativo era el mundo, la vida, pues él no había decidido nacer ni existir, y no podía siquiera decidir morir, optar por esa.
Pero entre todo eso, bipolarmente pensando, con signo interrogante en la mente limitando todo ejercicio, todo paso, todo movimiento activo en el concreto mundo de afuera de la cabeza, bivalente todo aquello, todo adentro, inconstante, efímero, imposible.
Pero hubo un instante, fantástico, estupendo, esperado, milagro, instante de iluminación, lucidez, sorpresa, caída de fichas, conciencia, instante de reflexión como un soplo divino de Dios, que inspiró su alma y le dio vida original, libre albedrío, dejando el bien_mal, esa dialéctica diabólica para su mente ya enfermante, separadora, pues al pensar que al estar allí parado, quieto, inerte, también estaba en una postura, haciendo algo, decidiendo, no dudando, era, hacía, esperaba.
Entonces vio, sintió, deseó, quiso, pudo, hizo, decidió, obró, dejó la duda al pensamiento de que todo es absurdo, todo esto, pero debo moverlo, hacerlo y mostrar hasta cuando, cuanto más tiempo sin tiempo puedo aguantar, puede mi cuerpo, puede llegar, hasta que límite es absurda la cosa.
Y luego él se sentó, decidió comer, puso un disco de Bach heredado, quiso escucharlo, y luego de un rato, le vinieron ganas, tuvo, no podía evitarlo, tenía, más no quería, pérdida de tiempo en necesidades básicas, que ir al baño a vaciar las tripas.
Cuelgues:
Leía, filosofaba un poco, en su mente sólo, estaba allí, en su cuarto, y ese Dostoievski pensaba igual que él.
También viajaba en las rutas norteamericanas con Jack Kerouac y unos vagabundos en una camioneta yendo a Denver, y luego salía, a despejar los ojos de realidad altiva, amarillento sol chispeando donde duele, se frota la vista y empieza a caminar, cuando llega a la calle central, a la peatonal, mujeres con pocas ropas lo intimidan, en carteles encima de negocios de lencería femenina fina, y tanta contaminación auditiva, no entendía nada, ni esos que conversaban mientras seguían andando, ni esos que le cruzaban por el otro lado, pero tenía una teoría, que eso que él no entendía, todas esas charlas que pasaban en un instante, un segundo, se grababan en la psiquis, que todo eso que sólo era ruido molesto en la vigilia, luego sería tortura extraña o pasaje de un sueño, una voz en off diciendo algo incomprensible, bizarro, o que sucediera algo que le pasó en verdad a ese del que hablaban esos que iban el otro día caminando y te los cruzaste en la calle.
Un sueño:
Era de noche, y los niños ya se acostaban en las bolsas de basura, oscuras y en montones, amontonados en unos paredones.
Se acostaron, cada uno en el lugar que eligió o pudo llegar, pero luego, al más castigado, cargado y débil, quisieron hacerle una broma y le dijeron que querían saber si su bolsa, en donde estaba acostado, tenía a un muerto dentro, por lo larga y ancha.
Y el niño muy asustado pero sin salir del descanso, dijo:
_ ¡Abrila, abrila!
Y entonces uno de los niños con una navaja, rasgó un costado de la bolsa de consorcio negro. Éste dijo unas palabras entredientes, el otro, el asustado, quiso mirar entre ese tajo, pero fue empujado e impulsado por la bolsa, y los niños que lo tiraron, y la bolsa estaba sobre el niño asustado, éste sintió al muerto dentro, sintió al cadáver, alrededor solo vio oscuridad, sombra y negra bolsa. El niño pensó además, entre el pánico, que quién sería, por qué estaba allí, encima de él, en esa bolsa oscura.
Y el niño murió de horror, murió de pánico.
Los niños escaparon, volaron de allí, entre la oscuridad, y uno de ellos, el de la navaja, pensó, cómo pudo ese cobarde morirse, si adentro solo había unas botellas de plástico, algunas bolsas de alimento y unos cuantos tergopoles.
Bociferarbocina:
Vine desde el día hábil,
Vine todo el tiempo tarde,
Y cuando nada ya parecía extraño
Divisé lumínica ave,
Esplendor tan puro y eterno,
Mujercita durmiendo suave,
Molestias y mas molestias,
Saeta lumínica y grave,
Dame donde tanta tierra,
Y entre todos nos contamos
Cada pluma que ha caído,
Como pelo de la barba
Que cortas
Cada día amargo,
Lo áspero y lo sensible,
Lo rojo
Y lo re paspado.
Había tanto viento
Que podías
Envasarlo
Y despacharlo,
Y la rota
Y el descosido
Se juntaron,
Y juntos estuvieron
Hasta quién sabe cuánto,
Hasta que las velas
No ardan.
Vine todo el tiempo tarde,
Y cuando nada ya parecía extraño
Divisé lumínica ave,
Esplendor tan puro y eterno,
Mujercita durmiendo suave,
Molestias y mas molestias,
Saeta lumínica y grave,
Dame donde tanta tierra,
Y entre todos nos contamos
Cada pluma que ha caído,
Como pelo de la barba
Que cortas
Cada día amargo,
Lo áspero y lo sensible,
Lo rojo
Y lo re paspado.
Había tanto viento
Que podías
Envasarlo
Y despacharlo,
Y la rota
Y el descosido
Se juntaron,
Y juntos estuvieron
Hasta quién sabe cuánto,
Hasta que las velas
No ardan.
Paisaje:
Indescifrables
Graffitis territoriales,
Hombre- celular pasa,
Dos esperando
En la parada,
La calle brilla,
Un auto anda,
Un bondi estacionado,
El cielo, claro,
Enfrente, negocios,
Al costado, casas,
Una al lado
De la otra,
Una, con terraza,
Otras, doble piso,
Tanque,
Cables,
Y pasan
Muchos coches,
Y cruza
Una señora,
Y un auto se estaciona,
Y una ambulancia
Que suena,
Allá en el fondo,
Y un niño grita algo
Apareciendo a escena
Con su mamá del brazo.
Observo:
La piba:
Ella andaba, con blusa y corderito, con jeans semiapretados, pero estaba incómoda, por otro tema, su flequillo nuevo, recién cortado por una amiga Stone del barrio, pero insegura, con tic nervioso se tocaba y acomodaba el flequi, de un lado para otro, lo alisaba o lo dividía, lo estiraba o lo tiraba para atrás. Así, cada dos segundos, todo por un qué dirán, por sentirse el pupo del mundo, porque pasa una señora, y ella, ya piensa que le miró el peinado y se está riendo detrás de ella, mientras va caminando, por su desastroso corte. Igual cuando pasa un señor mayor que mira para todos lados, y al pasar junto a ella, al dejarla atrás, se va chiflando, y la chica más se desespera y como licuadora usa sus manos para acomodarse el pelo. Pero pasa un joven por su derecha y de reojo la mira, la piba piensa: ¡Debo estar hecha un desastre!, e imagina el pensamiento de ridículo que hacia ella, estará teniendo el pibe, y velozmente, ya angustiadísima, aprovecha y dobla por una esquina cercana.
Pero en verdad, esa señora que pasó junto a la chica en esa calle semicéntrica, cuando pasaba, ni se inmutó por su presencia, estaba bien dentro de su cabeza, pensando en que avaro había sido su marido que el fin de semana pasado no la llevó al cine a ver una nacional que ella tanto quería ver y en esa semana se estrenaba. Al mismo tiempo, el segundo que la cruzó desde que salió del departamento de su amiga Vero, fue el viejo, que tampoco la miró, ese había sido su barrio cuando purrete, y cada esquina y baldosa era un recuerdo, caída en bicicleta, opi de la bolita, el primer perro agonizando por un coche, levantado de las patas por los mayores y trasportado de la calle a la vereda, y allí, lo vieron morir de a poco, y recordó a la vez, que uno de esos mayores, era el padre de Elisa, esa hermosa chica de su niñez, y entre tanta nostalgia se fue silbando un tango de esos que hablan de cosas imposibles, como volver al antaño, como reencontrar el ayer. Sin embargo, el último con el que se cruzó la joven, sí la miró de veras, pasó primero desprevenido y luego la observó con estímulo de reconocimiento, la sintió como a alguien conocido de alguna parte, de otra vida, de esa infancia ya lejana, se le vino la imagen de una niña, de esas que en la escuela se iban tempranamente, se cambiaban a otra o se subían a la mañana, y luego de verla tan linda y contemporánea, al haber pasado a su lado, escuchando sus pasos, se mandó el cabello hacia atrás, inútilmente, ya que lo que habría podido ver, sería su estado anterior, despeinado o no, y miró velozmente hacia atrás, pero ella ya dobló.
Reamanecer
El sol pinta
De dorado
Los paredones,
Los frentes de las casas,
Aun las sombras se resisten
Por lo bajo,
Y él nace allá,
En el infinito de cada calle,
Entre los que esperan
En la parada,
Entre los que pasan
Por la plaza
Cubiertos de niebla,
Pinta árboles,
Perros callejeros hiperquinéticos
Por el que llega
Hoy de nuevo
Al trabajo,
Colas movedizas,
Sonrisas
En las trompas
Y los pibes
De guardapolvo blanco
Y la piba
Que linda espera
Para cruzar
La lleca,
Y el sol
Vuelve todo
Uno,
Y lo diferencia,
La puerta de aluminio
De la carnicería,
Los que están subidos
En el camión
Yendo a
La construcción,
Viejo que barre
Y altera a perceptivo gato,
El sol pinta
La verja,
El graffiti de ¨Lanús¨
En un ataúd,
Y el ¨Porve¨ capo,
El cartel de tarjetas de teléfono
Del kiosquito,
Las risas de unas viejas
En un auto,
El sol reluce en la chapa,
Se transluce en la pancarta,
Se desdibuja en un cable,
Se destiñe en un galpón,
Se desvanece en un patio
Y llena de oro mis lentes
Contemplativos
De tanta
Suerte andante.
martes, 7 de septiembre de 2010
Generación Pacman
Voces todo el tiempo,
No paran,
Deben tenerle
Miedo al silencio.
Brazos y manos
Que saludan,
Que sacan celulares
Y sujetan llaves,
Botellitas
Preocupadas
Por el peso,
Nunca satisfechos,
Sin detenerse un momento,
Consumen arte
Como si fuera chocolate
Y en cinco
Ya terminaste
Con el museo.
Deseo, deseo,
Lo tengo,
Ya no lo quiero,
Pero siempre el reloj
Es más grande
Que los sueños,
Y el dinero,
No pueden parar
De hablar de él,
Aunque la vida
Sea tan bella,
Ver el polvo flotar
Entre el haz de luz
Del sol que entra
Entre el galpón
Y las chapas sueltas,
Cada partícula
Es distinta e igual
Y las telarañas
Son simétricas.
Tantos absurdos Pacman,
Subidos a la bestia del oeste,
Tragan mensajes y emoticones,
Mientras el fantasma sabe
Que el arte es cagarse de frío
En un Mayo corrido
En un sueño permanente.
Vuelo inmóvil
I
Un auto con macetas
en el capó, imagen tan bella,
ahí oxidado afuera.
II
Como un barrilete
Que es detenido
En su irremediable
Partida al infinito
Por un peso,
una piedra en el suelo,
Así me siento
A veces,
Así veo
A ciertos seres
Que andan, casi vuelan,
Rápido, vertiginosamente,
Siempre al ras de la acera,
Siempre queriendo
Sobrepasar la escena
Lo más lejano que se pueda,
Hasta que la muerte
Se una a las alas.
La libertad es eso,
Un pelo,
Simplemente un pelo
en el aire.
III
Ni un haz de luz
Entraba
En esa casa de locos
Que olía a grasa,
A polvo,
Ningún sol
A donde anclar,
Ningún cristal
Que refleje
Hacia arriba
Desde el rostro,
Sin maullido
Ni sonido
De diarios,
Ventanas
en lágrimas,
Luces malas,
Brillos
De Las luces
De la calle
Que bebían,
Como perros,
De las zanjas,
Con las barbillas
Salpicadas.
Poema a un girasol sin camisa
Allen
allá,
En la otra
vida,
Debe estar
Riéndose
De este ser
Que soy,
Aún vivo
Andando,
Intentando
El sueño
mágico
De ser
lo que
Te nace,
Y me verá
Tan poca cosa,
Tan nada
Como era él
Cuando no era
Un no ser
Y estaba
En esta tierra
Andando
Tan plena
Mente
Como puedo
Yo andar
Cuando un día
Es todo un mundo
Y los cielos
Están llenos
De nubes
Que abren
Ventanas hacia
El azul más profundo
Que mis ojos
Pueden absorber
Y vos, Allen,
Me ves
Desde allá
Arriba,
En la otra
Vida,
Y te cagas
De risa
Como yo
En ésta,
Por no saber
Ni entender nada,
Y vos,
Por saberlo
Y entenderlo todo.
Póstumas palabras de un poeta anfibio
Poemas míos, escuchadme,
Sé que tal vez no pueda
Salvar los huesos de esta estocada
Por mucho tiempo,
Por eso sé, dura será su historia,
Su lugar, anidado de escépticos ignorantes,
Pero también, de poetas amantes,
Sé que alguno de ustedes
Tal vez no se salve,
O peor aún, tal vez no resalte,
No amargue, no embellezca,
No florezca,
No sea leído,
Ni recitado
y muera.
Tal vez la tinta
Mágica y desgarrada
Que generó la activa
Idea, la única,
La altiva,
La merodeadora,
No fluya,
Como saliva
o como sangre
entre los labios,
pero igual,
habrán valido la pena,
al pasar la frontera
en su gracia por plasmarse,
no fueron hoja en blanco
ni un tintero llorando
un ensueño sin semblante.
Tal vez esa muerte malograda
No sea la suerte vuestra,
Poemas míos, de musas, furias,
Cuervos, Dionisos,
Y el simple Febo
De tantos poetas de los tiempos
Que en las noches surcaron
El brumoso fuego
De sombras largas,
Penas, desgracias
Pero también
Placer y deseo.
Poemas míos, aclarad la garganta,
Gritad al vivo cielo,
Elevad los brazos,
Corred los cuerpos,
Surcad los rostros,
Desplegad los ojos
Y sangrad los versos
Como un poeta unánime
Como un guerrero expuesto,
Como un antihéroe, errante.
Poemas, contemplad tan sólo
La vida plena,
Doled en siempre vivas
Ganas de engendrar,
Reid en cada lluvia,
Errar o mala métrica,
En cada desaliento,
Destape o borrachera,
Sentid la piel serena
O los ojos entreabiertos,
Palpitantes,
Temblando de impaciencia,
Salpicando estrellas,
Soles, nubes,
Conociendo la compleja
Vanidad del labio joven,
Riendo nerviosa entre las carnes,
Casi huerto, casi catarata,
Casi frágil humedad
Que proclama
Maremoto,
Casi hilito de paz
Y casi todo,
Todo descomunal,
Violento y gozoso.
Poemas míos, llorad,
Al procurar un acierto,
Al especular un intento,
Cuando ya no estén
Dentro ni fuera,
Ni sobre,
Cuando ya ningún cráneo
Recuerde sus nombres,
Y yo, ya anónimo,
Ni responda,
Sólo ustedes gritarán
En el vacío del abandono,
Cuando ya ningún libro
Sea nuevo,
Cuando las llamas del polvo
Y el tiempo cubran con eterno
Candado de encierro
Al verso enjaulado
Como alma en cuerpo.
Sólo podrán
gemir y patalear
sobre miles de huesos,
y ningún paladar
dará chasquido,
ninguna palabra
pronunciada
en las ciudades camposanto
sin trompetas de roca,
ni Ángeles del juicio,
sin lúgubre velador
que se estremezca
en cada noche
que la guadaña rosa
sus pies fríos fuera
del apolillado manto
del pobre.
Poemas míos,
No lloren más,
Aún hay ráfaga
en el alba,
aún hay plegaria
al enfermo
y perdón
al sentenciado.
Riamos
de todo
y de nosotros,
así mantendremos
los huesos sanos,
la piel aún pulcra,
la mente antioxidante.
Hijos míos,
Salgan y vean,
Cuídense mucho,
No se depriman,
Nunca paren,
Nunca crean
En su superioridad
Ni en su bajeza,
Mantengan en sus cabezas
El saber previo,
Pero sin atormentarse
Ni limitarse
Al nivel del ejemplificar
Y dialogar
Con horas muertas.
Hijos míos,
Mis honestos y reprimidos,
Sinvergüenzas y concretos,
Necesarios e incorrectos,
Yo os quiero.
Los errores del gigante soberbio
Ya el gigante bosteza
pero nunca pega un ojo,
siempre atento, persecuta,
pendiente del semáforo en rojo,
y se abre más allá
la canilla de autos
y se cierra con el verde
para el otro lado,
y el gigante sonámbulo
se estrella entre las mil luces,
son mil ojos de pavo real,
en su gran espina dorsal,
pestañeando
y la noche brilla en lo alto
y aquí abajo,
sólo es ruidos
y mañana otro día
sin saber si vivo
y el gigante
siempre atento,
entre una casa que raja la tierra
y un pendejo
que rasga su basura.
El gigante estornudó
Choques, atropellos,
brillos en las zanjas,
vidrieras
De primavera.
Salpicó mi sombra,
En calle medio-céntrica
Y se limpió con un pequeño
Cachorro en medio
de la avenida.
lunes, 6 de septiembre de 2010
Domingo
No tengo ganas
de hacer nada,
los domingos
son una mierda,
si no saliste
ni hiciste
ninguna,
madrugás
pero siempre la pereza
crea progreso
en el afán
de la comodidad,
y por eso,
llamás por teléfono
a un amigo pa
bajar la ansiedad,
matar el letargo
pero llegó a cualquier hora,
se acostó a las 10 de la mañana
te dice la vieja,
y bueno, al no tener
con quien
hacer algo,
te vas
a leer
algún estupido diario
o a escribir
este poema.
“Vamos”
Vamos a encontrar
El otro camino,
Vamos a ver
Si existe
Algo tan relativo,
Porque yo al morir
No imagino
Ni infierno ni edén,
Ni reencarnación,
Sino algo terrenal,
Volver al ciclo horizontal
Que abarca el sol,
Porque aquí no hay más demonio
Que el de las calles
Y no hay más infierno
Que el de las cárceles
Y los manicomios,
Y no hay más cielo
Que el de una mujer
Que lo desea a uno,
Porque yo al morir
Pensaría
En como repercute
Mi muerte
En los cercanos,
En los de todos los días,
Porque como animal
Me he desligado
De la carne
De mis padres,
La no identificación,
La voz culpable,
aunque mi inquietud
aún pelea
Con los recuerdos de antes,
Con los sacrificios maternos,
Con la sangre,
Fiebre encendida
En el desierto
De los infectados
De gente,
De los granos de arena
Que no se unen,
Con los cables pelados,
Con los monos
Parlanchines
Que se retoban
Y que no buscan
Trepar el mismo
Árbol.
Tu basar
me acordaba de vos
y me vino el recuerdo
del basar persa
que es tu facultad,
podías conseguir
desde compacts piratas
a libros usados,
las paredes
estaban empapeladas
con miles de palabras
y colores chillones,
todo se confundía
y se mezclaba,
por un lado,
vendo un piano,
por otro,
el pingüino
es un pescado,
Alterini es un facho,
Y el profesor
Que tiraba
Que ese que entró
A pedir plata
Lo viene haciendo
Hace cinco años
Con el mismo verso
Y en los baños,
Las pintadas típicas
De llamame
Al tanto, tanto,
lesbianas de filo
o de antropo
y el infaltable
puto el que lee,
y te tomás un té
en el Buffet
comunitario
donde es más barato
y te vas como siempre
Estresada por el parcial
y todavía te queda el Bondi
de regresar
a tu abandonado
conurbano
donde hace tanto
que espero cruzarte
aunque sea
un instante
para ver cómo has cambiado
o si en tus ojos
Todavía hay algo
de lo que extraño.
Noche baldía
Hay veces
Que tengo miedo de dormir.
Las nubes
Como humo
De algo
Que se ha quemado
A lo lejos,
Se muestran en este
Horizonte vasto.
La montaña noche
Me llena de imaginería,
Vienen seres, ideas,
No sé de dónde
Pero vienen:
“- Eres poeta.
Odiamos a los poetas
dijeron los fortachones
al ver una hoja amarillenta
de entre las ropas
del hombre
y le cortaron la cabeza.
El héroe
Que a su lado iba,
Desenvainó
Su espada
Y les dio
A ambos
En el vientre.”
Por eso,
Hay veces
Que tengo miedo
De dormir,
Miedo a la pequeña
Muerte,
Porque soy otro
Al despertar
Y puedo terminar
En cualquier parte.
La noche es un baldío.
Volver
No lo sé,
De maneras extrañas
Uno vuelve
A la poesía.
Si alguna vez la ha
Probado,
No llega a durar
Mucho lo prosaico,
Se cuela
Hasta llevarte
En cada coma torpe,
El intento
De separar los versos,
De volver sobre tus pasos,
De volver al huerto
Donde llegaste lejos
Y sembraste
Lo inventable
Y lo deseable
En un blanco desierto.
Racconto
Entre los cerros
Recuerdo tus lentes negros,
Tu sonrisa endiablada,
Tus gustos peculiares,
Tus gestos de rabia,
Tus lágrimas saladas,
Tus besos de agua,
Tu rostro dorado
Entre las rutas,
Entre el acomode de las carpas
Y los cabellos de pájaro,
Tu cuerpo blanco tendido
Esperando el zarpazo
Momentáneo
Que escapa en el aire.
Recuerdo la lluvia
Mojándome en silencio,
Cayendo de angustia,
Apagando el fuego
Y poniendo rocas
Para evitar el incendio.
Poemas cel
*
La botella muerta
Aplastando el pasto,
Brillando aunque seca,
Por el sol del mediodía,
Víctima
A las tres de la matina.
*
…y qué importa que hayas leído
Éste y éste y éste,
Si lo decís tan petulantemente
Es que de nada te ha servido.
*
El sol juega
Bordeando los charcos
De la noche anterior
Y el viento ondea
Los árboles de la cuadra.
Mientras yo esquivo
los restos de lluvia
Para no mojarme
Los zapatos,
mi sombra
Disfruta de las aguas.
Ver
Qué extraño
Qué extraños
Son esos momentos
De la tarde
Cuando está
Todo suspendido
Y canta un ave
Y es como si, con ese canto,
Repetitivo, lánguido,
Diera la atmosfera
Al escenario
Porque la sensación
De silencio volátil
Aumenta
Y el viento
Se muestra
En las ramas,
Calmo,
Y la fábrica,
Allá, rectángulo
De cemento
Que transluce
Entre un árbol
Seco,
Y me suenan extraños
Los sonidos de autos
A lo lejos
Y más extraño aún
Son los humanos
En sus casas,
Todo esto,
Lo fabricado
Por humanos,
Y pasa uno
Y me saluda,
Y salgo
De mi trance
Poético,
Y todo es de nuevo
Nuestro,
Mío
Y de él,
Y vuelvo,
Contemplo,
Camino
En el barrio
¡Qué extraño!
Esteros de niebla
Comienza el día
Y es como una molestia.
Amo tanto la noche,
La luna,
Los sucesos
De la oscuridad.
Me disfrazo en las sombras,
Cambio con las nubes.
En cambio,
Al amanecer,
Vuelvo a ser yo
Con mis limitaciones
Como ahora,
Que escribo torpe
Sobre esta vida
Que lo peor
y más maravilloso que tiene
es el riesgo,
el no saber
que pasará después,
donde terminará,
qué conocerás,
qué sentirás,
cuánto más durarás.
Y por eso
Veo, en esta ruta,
El rojo, naranja,
Amarillo, verde,
Celeste, azul
Cielo
Y la estrella,
Que era el barrilete
De esa lucecita
En esa casa
En medio del llano
solitario,
Ha desaparecido,
Y la niebla
Es un gran estero
Que deja ver los postes
a noventa grados,
Sosteniendo sus cables
Que imitan al horizonte
Y vuelvo
A recordarla.
¿Por cuánto tiempo
Deberá pasarme esto?
¿Por cuántos viajes más
Estará ella en mi mente
molestándome?
Las vacas nadan
En el estero de niebla
Y nosotros también
Nos sumergimos
Y reducimos el paso
En una caminera.
Poemas en los cielos
Se abrieron los portones
Del cielo,
Fui hoy
El rumor de la calle,
Uno más,
Como ese ladrido lejano
Que ahora escucho,
Las voces que pasan
Con pasos pegajosos,
Mi luz
Es el cristal
Que me empuja
A lo más hondo,
Pero no quiero herirme más
Y mirarme al espejo
De esos ojos que dicen
Que hemos muerto
Y seguimos
Como cambiando de piel
En cada pase,
En cada instante
De estar
En la nada
Y sentir
Ese único corazón
A la izquierda
Y preguntarme:
¿Por qué
Uno sólo
Y no dos?
Pero late
Tan fuerte
Que me parece
Mejor
Que así sea,
Como es,
El motor concéntrico,
La coordinación
Que cada partícula
Repite a un ritmo
Casi idéntico,
Igual que las burbujas
En tu vaso
Nacen del mismo centro
Y confluyen
Al mismo alto
Y así, las moscas
También
Repiten el infinito acto
Y tú, solo,
Solamente uno
Que observa maravillado
El terror del mundo.
Perder
Palabras lluviosas
Son diferentes las gotas que veo hoy caer, diferentes a aquellas que cayeron pero además, entre ellas. La tormenta nos moja ahora, como baldazos desde unos balcones tan altos como el cielo.
El problema es que comienzan las piedras, nos atacan, nos cubrimos en la toldería de una tienda y allá se escucha la alarma de algún coche acertado ya, puteando en tantas combinaciones de sonidos, mientras las gotas siguen cayendo, equilibristas entre la soga de colgar la ropa, o tan sólo kamikases contra tu cabeza.
Me gusta verlas caer y morir, chocar contra la calle, las baldosas de mi patio de atrás que se vuelven más rojas, mojadas, resbaladizas. Escogés entre una u otra, pero siempre la escogida es errónea, porque pisás y un pedazo de barro te pega de lleno, son tan azarosas esas minas-baldosas flojas entre el bombardeo que resuena en un trueno y te alcanzan sin cesar las balas que unen tu ropa, ya trapo mojado, con tu piel hasta que alcanzás un techito o un paraguas rezagado.
Poema del estar
domingo, 5 de septiembre de 2010
Desolata
Veo a los ancianos
Que caminan agarrados,
Que cualquier suceso es sorpresa
Y en verdad excusa para hablar
Con alguien en la calle,
“sí, ahí se tropezó
Un vecino la otra vuelta,
Es un peligro,
Están todas las veredas
Para la mierda…”
Pero peor es subir
A un Bondi
De esos
Que vienen del centro,
Y vos que vas
Acá nomás
Y sentís la soledad,
El muro febril
Que hay
Entre esos
Desconocidos
Que ni mirar se quieren
Que ni acercarse
Ahísito,
Y el chofer
Se pasa la mano
Por la cabeza
Con el cansancio
De codos sobre el gran volante
Esperando que cambie
El semáforo,
Y yo tampoco
Me animo a mirar
A los ojos
a esos silenciosos
Que miran sin ver
El pasillo
O idos
Están en las ventanillas,
Y bajo de ese Bondi mudo
En esta tarde
De poco fresco
Pero que sin embargo
Siento un escalofrío.
Será la soledad
Que me ha impregnado?
La lluvia de cansancio?
Los ojos al vacío?
Las sombras de los días
Entre las calles muertas
De esta ciudad devoravidas?
Donde andará
¿Dónde andará ese tiempo?
¿En qué eones
Se encontrará
La luminaria tarde
En la que mi bisabuelo
De parte de mi padre,
Encontrándose en Campo de Mayo,
Siendo el “doctor” de los caballos,
Observó, ojos que reflejaron
Nubes pasando,
A un cabo
Que, con rostro imponente
O impotente,
Con delirios de grandeza,
Golpeaba,
Rebenque que serpenteaba
Entre el éter
y los
Billonésimos seres,
La piel herida ya
De un muscular rocillo
Que se movía indefenso
Y lastimero,
Y mi bisabuelo,
Agitada la sangre,
Se le vino al humo
Al milico,
Lo enfrentó, solar,
Entre la tierra embostada,
Entre los miles brillos,
Y luego la risa
En quijada tendida,
Y luego los brazos
Apresados,
Y luego putear
En las tinieblas,
Y luego comer
Aún cocina
Traída por la amada.
Después de seis meses
O más,
Ya nadie sabe,
Calabozo cruel
De negra oscuridad,
Solo estaba él,
Ni a las cartas poder jugar,
Ni contar historias bárbaras
Que cada uno trae
De sabe uno cuándo,
Y lágrimas
de ausencia
De la que lo esperaba
Y seguía aun
Poniendo dos servilletas
En la mesa.
Cuando lo largaron
Mandó todo a la mierda,
Ya no importaba nada,
No se podía
Trabajar con alimañas.
El día miente
Hermoso día,
Lástima que el apenado corazón
Sólo tiene mate y Unión,
Sólo una manzana
En la mañana
Para caminar
Por la Plata.
Me voy de la estación,
Estuve durmiendo bien
En casa de pensión.
Noche de película
Coreana en el Rocha,
Faso y Cerveza
En lo de Aníbal,
Mística ricotera
Y un tripero
Me cantaba en la oreja
Y las paredes
me hacían incendiar la mente,
expropiación
de Zanón,
mentira K,
las tizas no se manchan,
todo estado es terrorista,
y los estudiantes
en los bares.
La noche pasó calma
Entre las luces
De las patrullas
Y los besos de tabaco,
Y en conjunto
Crearon esto,
Crónica de una absurda ficción
Sobre lo que debería
Ser nuestro.
Oda a las calles y a mi amor:
_ ¡Fuiiira!_
El traqueteo y los cascos
Galopando,
Caca de perro
Degustada por hormigas,
El cemento va
De abajo para arriba,
Y por ahí, cortes,
Heridas de verdes,
Helechos en las terrazas,
Árbol bailando extasiado
Entre los ojos del viento
Y la que limpia desequilibrada
Pedazos de nada, objetos
Que te los tira al paso,
Con esa escoba que ya es
Casi sus manos,
Y esquivas polvo, papelitos,
Volantes y envoltorios,
Y todo está lleno de lo humano
¡Qué aburrido
Se torna!
Todo para el hombre.
Todo es brazos,
Piernas,
Maniquíes
Asfixiados
En la vidriera,
Manos, pies,
Tableta
De pastillas
Sonriéndole
Al charco,
Los fideos vegetarianos
Puestos para el perro rengo
Con paragolpe incrustado
En esa calle, nena que acaricia
Una flor pomposa y amarilla,
Viejo sin una pata
Que resbala con el olor
Asqueroso de la limpieza
Química de las empleadas,
Y torsos y cabezas, dos ojos
Que saludan, que aplauden,
Detrás del pestaneo, un mundo,
Otro, un multiverso de colores,
Continuo aleteo,
Nunca puedo alejarme,
Desde los peces, los pájaros,
Nadie se salva,
Todos andamos,
Maquinitas absurdas,
Sin porqués,
Sin nada,
Y nos conformamos
Con que tan bello es,
Tan placentero
A veces,
Y dos orejas,
Dos orificios nasales,
De todo rescatás algo,
Lo que hay que hacer
Es hacer,
Y aunque cueste
Y el letargo
Pueda ser más sed de ser,
Dos labios,
Una boca,
32 dientes,
La calle está silenciosa
De voces de gente,
La alarma de un coche
Que me repercute
Aún luego
De una cuadra,
Las velocidades ruidosas
Y ni el perro ladra
Acostumbrado a la sin sueños,
Sin nada nuevo,
Es tan difícil encontrar el reino,
A veces lo vislumbro
En una joven
Que sube a un Bondi
Y nos observamos
Por un segundo,
Otras veces
Es la sonrisa de alguien,
Desde un viejo a un niño,
Son sensaciones que me tienen rabia,
Pero siempre
Ese sol
Es el que más puede
Decirme que estoy,
Aún,
Soy parte,
Cuando llego al barrio
Hay perros esperándome,
Hay música de carros,
Hay voces de radio,
Hay cruces de árboles,
Hay sueños echados
Y tanta otra cosa
Y en este cuerpo de ciudad esquiva
Me aturde la vida
Abajo arriba
Rincón negro rostro
Niebla rojo ojos
Recuerdos que son relojes
Detenidos en el tiempo
Y las risas espinas
Ruedan, patinan, lubrican,
Caracoleando la mente
Espirala un deseo periférico
De volver ya sin regreso,
De enfermar entre lo muerto.
Poema Nº 0
Pisando bien fuerte
El suelo,
Frío y cruel,
El carnaval del mundo
Danza,
Látigo y patada,
Pero no hay peor golpe
Que el de las palabras
Y el poder por sangre,
Peor violencia
Que las desigualdades
Y teniendo conciencia de sí
El hombre quiere morir.
No podemos ser felices,
La angustia-culpa
Nos mata.
Resurgir es un alivio,
Lástima
Que sea otra farsa.
Los cetáceos
Volvieron al agua
Y de vez en cuando
Encallan.
El trineo de Jesús
Cura con hedor a ofrenda,
Entre apestosos cirios
Y cruces que se dan vuelta.
Aguada bendita y libro gordo
De incesto y serpientes trucadoras,
Santos borrachos y nacimientos del gorro rojo.
Risa acalorada con bolsa del Polo,
Reno de hocico de sangre,
Bombitas zumbando, corchos al aire.
Pinos de nieve de plástico
Entre las balas perdidas
Y los perros colapsando.
Regordete de barba de algodón
Con espinas entrelazándose
Al pompón.
El nacido en Belén,
Entre duendes congelados,
Ahí clavado en la pared.
Bajo cero en los zapatos
Y esa bolsa de regalos
Agujereada por los clavos.
Insecticida del pecado,
Su cara parece de juguete
Entre los latigazos.
Quedó la mueca atroz
Y el sol carnavalesco
Entre los niños sin muñecos,
Sin autitos ni soldados,
Navidad,
Tu lanza en el costado.
En la mañana
Salgo,
Todo es más nítido en la mañana,
Más vívido.
Me recibe
La orilla del sol,
El diariero me saluda
Entre un jugador
Gritando gol
Y unas minas semi-desnudas,
Un amigo
Desde la terraza,
Apoyado en la baranda,
Me lanza un ladrido.
Ahora el sol se va
Con un colectivo
Como un pasajero más
Y el frío
Es cruda realidad.
En los paredones
Resucitan los carteles
De Rimbo latino
Y el Bondi tiembla
En mis sienes
Que apoyadas,
Aún medio en la almohada,
Se tiñen de nuevo día.
En viaje
Siempre en viaje,
Nunca conmigo,
Disfrutando de una caminata,
Viendo cómo
En un instante
(como el que se tarda
En mandar un mensaje)
Puede irse la vida
Y sigo escuchando
Las hojas secas
Chocar con el viento
Como castañuelas
Y allá, a lo lejos,
Como contradiciendo
La muerte de nutrientes
Amarillentos,
Los bólidos de acero
Corren con la velocidad
De un raptor,
De un T. Rex
En su oscura arteria
Derramándose.
Caninos
Los que rompen la basura
Buscándose el alimento
Entre carozos
De manzana desecha,
Entre cáliz de tapas de cerveza,
Entre corazones de panes esmeraldas,
Entre pabilos de hilitos de chatarra.
Los que corren en autopistas de mercurio
Donde ya los restos del metal
Se mezclan con los restos salpicados
Que vuelan por golpes bajos
Entre el mar de luces
Y la velocidad maquiavélica
Que trae el carro alegórico
De la siempre victoriosa
Que sonríe por las muecas
de ultimo segundo,
por los ojos abiertos y tallados
que aún brillan
adornando a la comitiva,
perros que cruzan
buscando una pelota,
cada perro con rabia
mirando los ojos del arma,
cada perro enceguecido
por la rueda, rueda.
El llanto del niño
por su mascota muerta
mientras sus padres lamentados
esconden a la víctima
en un pozo del patio.
Caminata
Ando entre el día
Como caminante extraviado,
Desamorido, desubicado
Con olor a hierbas en el saco.
Paso entre el humo,
Rostros que sin ver
Buscan en el bolsillo
Al que vibra otra vez.
Atravieso un inmenso árbol
Y es como si más despacio
El tiempo pasase
Por el follaje.
Allí me sumerjo
Entre los ideogramas imperfectos
De la corteza
Y lo que ocultan las hojas.
No puedo evitar
no elevar mi mano
y palpar una rama.
Luego de ese pequeñísimo
Instante de caminata
Con la mirada
Entre los árboles,
Cruzarme de nuevo
Con el Ford K,
Con el cemento,
Con el pozo abierto
Donde esta vez
Una rama es aviso,
Es índice de peligro.
Dí uno, yo diré dos:
Jorge era contador público pero en sus tiempos libres y en secreto, era poeta.
Esto le traía graves problemas con su cuerpo. Discutía seguido. El otro lo tumbaba, lo hacía dormir en exceso, recuperando las horas perdidas entre lo papeles y la lámpara, pero también había un poco de sadismo. Lo retenía en esa cama. Lo hacía llegar tarde al trabajo.
Jorge tenía constantes peleas con su cuerpo. Cuando quería discutir con él, no sabía bien a donde referirse y se miraba al espejo.
Su cuerpo lo odiaba por ocupar tanto tiempo sólo con esa masa imberbe de ahí arriba, tanto maquinar con todo esto, de vez de actuar, mover los pies, agitar los brazos, ejercitar los músculos, vitalizar los huesos, mantener a ritmo los pulmones cansados del tabaco del aburrimiento y de la densa atmósfera de su cuarto por las noches, estancado humo entrando por la piel.
Jorge esculpía a la ramera del cosmos en esas hojas. Escribía sobre los planetas, las constelaciones de estrellas, de la tan posible vida en otras galaxias y de que la vida no tenía sentido, por lo menos la nuestra, con esas reglas impuestas y así se iba, se disparaba por otros ejes de la mente y, entre todo eso, otra noche pasaba sin dormir y se iba derecho al estudio. Pero el cuerpo, aunque en silencio, accionaba. Lo dejaba quieto, duro, le paraba las piernas y lo tenía ahí, a su merced, en plena calle por vario rato.
Jorge volvía, exhausto pero a las puteadas. Como siempre, no sabía a qué parte mirar, a qué dirigir su mirada hiriente pues esa cabeza era él, lo que él simbolizaba para los demás o ¿Ese era el enemigo? ¿Ese sólo era el cuerpo? Jorge no escuchó las advertencias. Entre varios tachones, líneas disparatadas que se disparaban de un lado a otro por su mano, brotaban, sin embargo, los versos del poeta, aunque su cuerpo intentara impedirlo, inutilizara por momentos su mano escritora o la hiciera mover enloquecida como una simple máquina sin control. Escribía sobre la ilusión, que no era posible porque acabábamos con la muerte, que por eso tenía más sentido la nada que el todo, que el universo se habría generado de un grano de arena.
Pero el cuerpo, aprovechando el instante en el que acababa el último verso amanecido, lo volteaba otra vez, arrugando el poema, lo hacía caer al profundo precipicio del descanso.
Jorge decía uno y su cuerpo decía dos.
Una mañana como tantas otras, su cuerpo lo abandonó. Jorge quedó flotando como el tufo de su cuarto, como un ente, un espectro, mientras miraba a su cuerpo que despatarrado en el suelo le sonreía con todas sus partes, casi imposible de describir pero así era, como diciendo: “Te lo advertí”, “Te dije que no te vayas en sueños despierto, que no te vayas por las ramas de tus pensamientos”, “¿Para esto tanto esfuerzo? ¿Tantas noches, puchos, palabras en vano?”
Luego dijeron que fue un infarto, pero ustedes conocen la verdad. Jorge había efectuado la última batalla con su cuerpo y sabemos bien quien ganó.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
Migajas
Cobre, hojas:
Sombra de manos,
Ojos sonriendo,
Quizás revolverá,
Quizás esperaré,
Ignoro por eso
A la tristeza que intuyo.
Aguardo, golondrinas de silencio
Vendrán tarde pero
El camino de lluvia
Siempre esperará
A su encuentro.
Habitaré, grave, sin rumbo,
Encontraré tangos,
Encontraré la medida
Del perdido otoño.
Los nudos enemigos,
Aveces parecen vértices
Que oyen tras las copas,
La balanza no importa
Al llorar, ni las flores
Recuerdan a los niños
Al morir.
Por que en cada noche,
El amor inocente,
La gente y las ambiciones
Desvelan con fiebre
Al fondo y a la forma
De esa pena.
FIN
martes, 31 de agosto de 2010
Los hijos del alba
Los hijos del alba
Empiezan su marcha,
Parecen fantasmas
Volviendo a sus casas.
Los hijos del alba
Con la noche a cuestas,
Miran aún las luces
Sobre las dormidas puertas
Los hijos del alba,
Llenos de escarcha,
Entre niebla elevada
Quiebran su garganta.
Los hijos del alba,
Con su tos mañanera,
Esperan sonámbulos,
Morir en su catrera.
Los hijos del alba,
Entre ladrones y borrachos,
Entre jóvenes y malandras,
Entre obreros y drogados.
Los hijos del alba
Esperan en el andén,
Sus ojos parpadean
Queriendo ya no ver.
Los hijos del alba,
Miran extraviados
Al horizonte espeso,
Entre amarillos y anaranjados.
Los hijos del alba,
Con titilantes ojos
Que imitan a un ave
En su aleteo caprichoso.
Los hijos del alba,
Entre sabios y locos,
Caminan sin diferencias
Por las calles del reojo.
Los hijos del alba,
Dormidos, exhaustos,
Entre los suburbios
Deambulan desconfiados.
Los hijos del alba,
Tambaleándose, sin inercia
Rondan tropezándose
Aún con sombras chinescas.
Los hijos del alba,
Víctimas del día,
Observan con molestia,
El absurdo y la risa.
Los hijos del alba,
Aún muertos de frío,
Se hacen una bola,
De calambre y hastío.
Los hijos del alba,
Entre viejos y linyeras,
Entre la enfermedad,
Los diarieros y la jerga.
Los hijos del alba,
Sagaces, suicidas,
Con olor a tabaco y vino,
Van cruzando la vía.
Los hijos del alba,
Entre sol, luz, tren,
Rutina, frío, desencanto,
Se vuelven alba también.
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