domingo, 14 de noviembre de 2010

El lápiz:

Había una vez un lápiz que se perdía, pero estaba condenado a volver siempre a su dueño, de diversas formas. Nunca dejaba de pasar. O se lo devolvía uno que se lo había llevado por error en la escuela o se lo daba otro, cuando él pedía prestado un lápiz, y así volvía a tenerlo, o hasta pasó aquello de que, a último momento, el padre encontrara el susodicho lápiz en el tacho de basura, ¿Cómo había llegado allí? Otro misterio.
Lo que sí se sabía era que el chico y el lápiz estaban condenados al encuentro.
Lo había encontrado hacía mucho, en la calle, fue de esas pocas cosas útiles que había encontrado allí. Sería de algún pibe como él, lo había encontrado cerca del circuito que daba a su escuela.
El lápiz se iba achicando, siendo mordido, sacado la punta. Ya estaba bastante pequeño pero seguí con su dueño.
El chico lo tenía desde hacía mucho, ya no recordaba bien el tiempo. Con él, había escrito las primeras oraciones en el cuaderno. Era, se podría decir, como un amigo.
Al chico, además, le gustaba dibujar desde siempre, y los dibujos, no sabía porqué, le gustaban más cuando los hacía con ese lápiz, le salían mejor, como si estuvieran conectados, como si ese lápiz estuviera conectado con su imaginación y cuando le prestaban otro, eran sus peores creaciones, y cuando se olvidaba el lápiz en la casa, pensaba, casi obsesivamente, que se le perdía todo.
Un día, un fatídico día, las cosas cambiaron. El chico metió con toda naturalidad, parado cerca del tacho de basura del aula, su lápiz en su sacapuntas de metal, pero luego, aunque frenéticamente buscó desprenderlo, no pudo, el lápiz se había atorado en el sacapuntas de metal, y por su diminuto tamaño no podía sujetarlo. El niño miraba desesperado la escena que tenía en sus manos como si un gran amigo estuviera a punto de ahogarse o atorado en las vías y el tren, ya acechando.
Entonces recordó que ese sacapuntas de metal era el mejor amigo y reliquia de su padre, lo tenía desde su edad, y ahora él lo había heredado.
Sujetando a ese voraz carnicero que sostenía en su boca metálica a su pequeño e indefenso compañero, sólo pudo gritar un “¡No!”, blandiéndolo con bronca y dolor, mientras los demás niños reían y señalaban.

4 comentarios:

Patricia Angulo dijo...

Te estuve leyendo, genio...

Besos.

Unknown dijo...

Pienso que: así como el lápiz y el niño, estamos condenados al encuentro y a gritar NO!! cuando sentimos que perdemos el "objeto" con que escribimos nuestras primeras oraciones o versos.Siempre habrá alguien que no entienda ...y se ría. Me gusta:)

Unknown dijo...

Mucgas gracias amigo genial de la blogosfera!

Heavenly Blue dijo...

Wachin! soy flor del valle aca te va mi nuevo blog pasate.
Te leo mientras!
http://heavenly-blue.blogspot.com/