martes, 31 de agosto de 2010

Los hijos del alba




Los hijos del alba
Empiezan su marcha,
Parecen fantasmas
Volviendo a sus casas.

Los hijos del alba
Con la noche a cuestas,
Miran aún las luces
Sobre las dormidas puertas

Los hijos del alba,
Llenos de escarcha,
Entre niebla elevada
Quiebran su garganta.

Los hijos del alba,
Con su tos mañanera,
Esperan sonámbulos,
Morir en su catrera.

Los hijos del alba,
Entre ladrones y borrachos,
Entre jóvenes y malandras,
Entre obreros y drogados.

Los hijos del alba
Esperan en el andén,
Sus ojos parpadean
Queriendo ya no ver.

Los hijos del alba,
Miran extraviados
Al horizonte espeso,
Entre amarillos y anaranjados.

Los hijos del alba,
Con titilantes ojos
Que imitan a un ave
En su aleteo caprichoso.

Los hijos del alba,
Entre sabios y locos,
Caminan sin diferencias
Por las calles del reojo.

Los hijos del alba,
Dormidos, exhaustos,
Entre los suburbios
Deambulan desconfiados.

Los hijos del alba,
Tambaleándose, sin inercia
Rondan tropezándose
Aún con sombras chinescas.

Los hijos del alba,
Víctimas del día,
Observan con molestia,
El absurdo y la risa.

Los hijos del alba,
Aún muertos de frío,
Se hacen una bola,
De calambre y hastío.

Los hijos del alba,
Entre viejos y linyeras,
Entre la enfermedad,
Los diarieros y la jerga.

Los hijos del alba,
Sagaces, suicidas,
Con olor a tabaco y vino,
Van cruzando la vía.

Los hijos del alba,
Entre sol, luz, tren,
Rutina, frío, desencanto,
Se vuelven alba también.

Lo que se ha perdido al pasar




Ponerme a recordar
Hoy es un martirio,
Saber que lo que ayer
Fue bello, ahora se ha perdido.
Tener recuerdo es algo extraño,
Es esa cosa que se odia y se ama,
Es eso que te pasa cuando estás solitario,
Sin nada que pensar, tirado en la cama.
Es añorar los años que se han ido,
Es vivirlos de nuevo o es tratarlo,
A veces eso va por mal camino,
A veces el volver es vano.
A veces mas vale añorar
Y pensarlo como bellos momentos pasados,
Antes que tratar de encontrar
Estos momentos ahora, y arruinarlos.
Sé que todo cambiará también mañana,
Esto que ahora veo y toco,
Mañana será otra historia recordada,
Será dicha en veladas, entre el antojo.
Sé que los que cambiaron
Para bien o para mal,
Lo han hecho ya,
Y, a veces, sin alboroto,
Sé que ellos tampoco volverán,
Aunque presentes ahora estén,
Ya no son los mismos de ayer,
Ellos son otros.

aprender

<

Dolor, creció
Mas no se fue,
Creció, voló,
Mas no cayó, mas no se fue,
Siguió, siguió,
Sobrevolándome,
Dolor, creció,
Mas no se fue.


ciudad de tormentas de siglos




“Después vi a un ángel que estaba de pie sobre el sol y gritaba
con gran fuerza a todas las aves que volaban en el cielo: ‘vengan a
reunirse para el gran festín de Dios, para devorar la carne de los
reyes, de los grandes capitanes, de los poderosos, de los caballos
y de sus jinetes; la carne de todos, libres y esclavos, pequeños y
grandes.’
Apocalipsis 20. V 17-19


Los cuervos ya vienen
Son montaña negra
Son nubes negras
De tormenta y plumas secas
Azabache color traen con ellos,
Oscuras sombras pavimentan
Nuestra ciudad y nuestras ropas
En su paso de marcha lenta
Y fúnebre con melodía triste,
Pero no se preocupen,
Es costumbre francesa,
Dejaran al muerto en su ataúd,
En su tumba
(a nosotros, los muertos)
y se irán tocando trompetas
con la felicidad en sus ojos
y chillando a viva voz
mientras sostienen nuestra mirada
en sus garras ensangrentadas
de tumbas y muertos flojos.

el circo





El circo ya marchó,
Quedan las cenizas,
Las luces encendidas, esas lamparitas,
Solo recuerdos enceguecidos,
Mientras los caballos entrenados
Ya resbalan en el fango,
Y el elefante salpica llanto,
Y come excremento de mono,
Y el niño salpicado,
Llora lagrima de oro,
El león raquítico,
Come huesos de huesos
De perros callejeros,
Y las llamas y guanacos,
Entre su lana y su escupida,
Van arrullando al pequeño,
Que llora en brazos de su madre,
De dientes cariados y pelo de escoba,
Y el tigre pobre, sin rayas,
Se lame la cola
Cortada por la furia
Del domador tirano,
Y la carpa se escapa,
Por entre los cables y árboles,
Entre el viento y el humo,
Entre los pastizales,
Y la carpa ya baja
Como velas de navío
Sólo que el agua salada
No refresca a los gitanos,
Y ni el acordeón y la guitarra,
Pueden hoy hacer algo,
Las cenizas se expanden,
Y empañan las luces resecas,
Que se van desprendiendo,
Del follaje baldío,
Donde la basura luego
Mostrará su señorío,
Y los vendedores de dulces,
Ya regresan a sus casas,
Con el pan y el vino,
Y con los niños sin dulces
Que recorren por las calles,
Y el circo ya se aleja
En lenta marcha fúnebre,
Y acompañando al cortejo
El cielo enciende sus luces
De enrojecido pigmento
Para empezar el desaire
Por el rey que hoy ha muerto,
Y los gitanos le cantan,
Y no son ni mañanitas ni sonetos,
Le cantan frías baladas,
Le cantan requiems funestos.
El llanto se entrelaza
Con la constelación del horizonte
Y trae estrellas bostezadas
Por el exhalar de febo,
Y sus pulmones dilatados
Que buscan desesperados
El aire que ya no llega,
Espira y espira solo,
Y espira brisa
De agujas y remolinos
Exhaustos.
El circo ya acaba,
Ya el barro salpicado
Trata de tragarse
A los pobres seres,
Resbalando y chapoteando,
Los animales proceden,
El león sin dientes gime,
El tigre triste muere,
El elefante sin jungla, danza
Entre el alarido del hambre,
Y los pobres sujetos
Entre un patético vals,
Entre cigarros incrustados en sus encías,
Van despedazando
La carne de la carpa
Como aves carroñeras
Y desabrochan las lámparas
De entre los postes y el cielo,
Donde lloran los muertos bichos
Y llora el grillo su denso
Lamento de violín
Desafinado por el viento.
El circo se va,
Ya la noche entra,
Va ocultando luces,
Entre las calles y puertas
Con su salamandra de calle de piedra
Incienso de nieblas
Y olor de los pastos mojados
Y las bolsas de consorcio
Repartidas entre el barro,
Y la fiebre de los payasos
Que llorando se pelean
Con fuerza y con odio
Como fieras por su hembra.
Y el niño y su barrilete
Que ya se estanca en el suelo,
Observan el triste llanto,
Que el espectáculo muestra
Los niños con ojos de inocencia
Ríen por el tropezar violento
Del pequeño pony tuerto.
El circo ya muere
Las cenizas se acabaron
Esas llamas encendidas
Eran reflejo de vida
Y reciclaje del canto.
Circo, ya espinazo de pescado
Llevado por la boca
Del gato oscuro
Que se despliega estilizadamente
Por todo el poblado,
Con cascabel de lucero,
Con colmillos que brillan como garras,
Con pelo de estrellas,
Y galaxias lejanas,
Y ese circo ya no es,
Y ese circo ya muere,
Los gitanos le cantan,
Canción de cuna hacia la muerte.

El circo sabía,
Los equilibristas no resistirían,
La tensa soga ya está podrida,
El mago sin conejos ni pañuelos,
Con cartas marcadas
Y galera agujereada,
Ríe y deja ver, entre sus dientes,
El racimo de magia.
El circo ya sabe,
Y no tiene última morada,
No tiene coronas ni cirios
No tiene póstumas palabras.
Su llanto se esfuma,
Entre el humo del tabaco armado,
Entre el hedor de la sangre
Que rumian las llamas,
Entre el excremento lanzado
Por cafeinómanos macacos.
El circo ya fue enterrado,
La luna se ocultó de pena,
Aullaron los perros del barrio,
Los niños no tuvieron sueños,
Y a la mañana temprano
Al ver la ausencia en el lugar,
La desilusión
Fue un vacío amargo.
El alma circense sigue
Entre los corazones de los enamorados,
Entre el payaso que deja mostrar sus muelas,
Y que resbala entre las carcajadas.
Y el domador de chasquido seco
Y silla sentada,
En jaula de león furioso,
Casi con rabia
Entre las fauces del tigre
Y la trompa del elefante,
Entre el hilo de la vida parca
De los trapecistas
Entre los circos del mundo,
Y los recuerdos que quedan.

sé que no




La vida es larga o no,
La vida es larga,
Ya que el corto plazo de hoy
Puede mandar tropas a la carga.

Todo es igual o no,
Todo es igual,
Los agostos, los octubres, el amor,
La juventud, el desamor, la oscuridad.

Todo muere o no,
Todo muere,
El suburbio, los viejos, la flor,
Las plazas con color, las mujeres.

Todo es lo mismo o no,
Todo es lo mismo,
El mal, el bien, el cerebro, el corazón,
El estar, el no estar, el cielo, el abismo.

Vamos por la misma senda o no,
Vamos por la misma senda,
Vos y yo,
La vida y la muerte, el desenfreno y su rienda.

martes, 17 de agosto de 2010

Poema de los tiempos:






Los tres en el bar,
Calaveras de sonrisa
Inevitable,
Fumando,
Tomando cerveza,
Contemplándome
Como en una foto,
Igual mi primer amor,
Con cráneo, aún
Con pelo castaño,
Ropita alternativa,
Bufanda,
Que sostiene sin embargo
A su perra
Con mano esquelética,
Es el pasado,
Lo pisado,
Ya tierra,
Ya viento que pasó,
Sopló, pegó
Y se fue lejos,
Qué bellos esqueletos,
Qué relucientes
Cuencos vacíos
Observaron
Ese tiempo,
Qué bella articulación
Forjó,
Obró
En esos paisajes,
Qué hermoso cadáver fui,
Limpio, terso,
Sin moscas,
Sin gusanos,
Pero no hay nada
Que no cambie,
Y no hay nada
Que no se acabe,
Y no para,
No deja
De pasar,
De fluir,
Ya
Soy otro,
El que empezó esto
Ya es
Parte del viento,
Cuando a alguien llegue
Seré solo silencio,
Cuando termine esto
Seré un muerto
Que te parla
Y que podés
Cruzarte aún
Como un fantasma.

FURGÓN:


El furgón, no se si el mas interesante, pero eso si, el que mas conozco, es el que se toma acá en quilmes, todos apretados, todas las bicicletas, todos hablando, es un quilombo.
Hay de todo, hay tipos que se levantan re temprano, y otros, que borrachos, no duermen hasta las 7 de la mañana. Mucho contraste entre la gente que viaja ahí, aunque en pantallazo general parecieran todos iguales, pero uno no haría nunca nada de lo que haría el que esta sentado o parado al lado de él.
Hay un montón de pibes de mi edad o un poco mas grandes, trabajan de lo que yo laburo, son mensajeros, y entre nosotros hay una relación de verse siempre, de tomarse una cerveza. Los conoces de ahí, de viajar en el tren, y luego te los cruzás, los saludás, constantemente, en esa ciudad terrible, vos solo contra toda la ciudad, pero por lo menos tener alguien a mano, es bueno.
Los viernes, generalmente a la tarde, a las 6, en Avenida de Mayo y 9 de Julio, se juntan todos los mensajeros a escabiar y fumar algo. La plazoleta se llena de motos, de bicis y de gente, y cuando pasan los colectivitos con los turistas que desde las ventanillas les sacan fotos, ellos se ponen en pose.
El lugar está bueno por que es chico, si alguien le esta contando algo a otro que está al lado, lo escuchan todos, aún queriendo o no, lo escuchás, si estás ahí, ya está. Escuchando te enterás de un montón de cosas, de personas, y conoces la personalidad de cada uno, a que se dedican, si tienen familia.
Conocés gente. El primer chabón que conocí, yo hacia un par de días que laburaba, como mucho, una semana, y este sube con la bici, y veníamos de constitución yendo para el lado de Quilmes. Nos pusimos a charlar en el camino. Lo acompañé, dejó el sobre (también era mensajero) nos fuimos después a una plaza y nos quedamos tomando una cerveza. Me contó que había estado en cana y otras movidas re heavys. Era extraño. Había un tiempo que desaparecía y después volvía a aparecer, reaparecía y desaparecía de vuelta. Fumaba paco mal, era un personaje siniestro, siempre tenía un humo negro alrededor, salía de ahí una energía muy oscura. No pude saber mucho de su vida, nunca me contaba nada de él y yo tampoco nada mío. Desapareció un día, y no lo encontré nunca más.
Los Tipos viajan, nunca supe si con bicicletas o no, pero eso si, están siempre en el furgón. Se ven todos los días, se esperan en las estaciones o para encontrarse, se toman el tren a tal hora, por que antes subió Juan Pérez. Tienen una gran coordinación y asi viajan siempre juntos. Se acomodan, en un lugar x, sacan las cartas, 4 o 6, como en una rondita y juegan todo el tiempo y el partido se termina porque Los Tipos se van bajando, hasta que se baja el último. Se van descartando. Se baja uno, se bajan dos, se van cuatro. Son del furgón de la línea San Martín que va para el lado de pilar, San Miguel. Si vos subís con la bici, no le vayas a decir que te den un lugar para acomodarla, por que te mandan a la mierda, tomatelas, vía, te la tenés que comer. Toda la ubicación de las bicis depende de donde se pongan Los Tipos, porque a Los Tipos no los movés de ahí.
Yo te digo lo que me pasa a mi. El símbolo que tenia de la bicicleta, antes, cuando era chico, era dar una vuelta por ahí, joder, te despejabas, estaba bueno. Ahora es una relación distinta, es con lo que estas todo el día. Estar nueve horas encima de eso, te hace empezar a detestarla, pensando todo el tiempo en la bicicleta, que se va a romper, que se va a pinchar, y cuando llegas a tu casa, ya empezás a pensar en el otro día, me anda mal esto, me anda mal lo otro, qué tengo que arreglar, ya te empezás a maquinar la cabeza.
En todo el resto del tren, no se habla, pero en el furgón, la bicicleta es un nexo, todos tienen una, y todos los días nos vemos, a lo sumo, día por medio.

Viejo amigo:


¿Te acordás,
viejo amigo,
de las calles
de tenues luces,
el arca de Noé,
la venus- flácido culo
que el viento deja ver
levantando su talle?
Y ahora por estas calles
Llenas de carteles,
Amarillos, rojos, verdes,
Azules y a sólo 49,99,
Hitachi,
Frávega,
Y tantos que ríen
En sus autos,
Y tú triste
En la parada de la espera,
Y el semáforo es Polifemo,
Iracundamente carmesí,
Escarlata apasionado,
Y ¿ Te acordás,
Hermano del alma,
De la carne joven,
De la risa altiva,
De la música viva?
Ahora, escucho
MP3s de Dylan,
Y vos por ahí, persecuteando por la trulla,
Dándole unas monedas a la nena de la
Ventanilla del subte entrás
A la boca de Constitución
Para llegar por la laringe,
El esófago,
El estómago,
De la capital,
Porque en tal parte
Del laberinto,
Vos sos minotauro
Enfermizo
Riendo a carcajadas
Buscando tu ansiado
Tesoro florido
Que te lleve alto,
Vuelo trasnochado,
Hasta los huesos
Alas se vuelven,
Plumas del trino.

Los morfinómanos


I

Me hacían ver lo bien que estaba yo, era una mierda pero era así.
Primero pinchaban la ampolla de morfina y presionaban la jeringa. Luego, le sacaban el aire y con un elástico apretando el brazo, buscaban la vena. Cuando se veía asomarse la roja sangre en la jeringa, ya sabías que estaba adentro. Después, se ponían un cicatrizante en pomada como si eso curara todo, tapaba todo y ya estaba.
Yo los observaba como quien ve un circo- un ritual- una profanación. No sé como describirlo, era perder la inocencia.
Verlos picarse de esa manera, cada 20 min., a veces menos, era tan absurdo, se iban por un instante de felicidad, de calma. Entrecerraban los ojos, dormían en los asientos y me daban el diálogo de los párpados caídos.

Odiaba a las mujeres que eran más comunicativas, más sociables que yo, que hablaban con cualquiera, se ponían a charlar en la calle, en todos lados por cualquier excusa. Amaba más a las similares a mí, antisociales, más freaks, como quien dice.
Pero Vero era una excepción, tal vez sumado a que era la novia de mi mejor amigo, una extraña atracción, un vicio maldito por desear el asno ajeno.
Ella me hablaba de unos libros que estaba leyendo. Yo, mientras tanto, tomaba pala para aventajarlos un poco, pero era tan absurdo, yo levantaba y ellos bajaban, como un subi- baja monomaníaco. Me quedaba acomodando libros que no podía ni hojear, trabado por la ansiedad enfermiza del final en que me ponía la blanca, ubicándolos en la biblioteca, buscando nuevas formas, por autor, por género, etc.
Me hablaba de Huxley, de “La filosofía de lo llano”.
Él, Emi, entre tanto, estaba con la cabeza recostada en el respaldo de la silla, mirando boquiabierto la nada del techo. Ella, en cambio, se iba a picar al baño, fuera del exhibicionismo de su dependencia.
Yo le recomendaba a Burrowghs, “El almuerzo desnudo” y le decía que les iba a ayudar.
Me daba otro pase y miraba a Emi. Recordaba lo que me había contado, que la primera fue intra- muscular, pero que su primer pinchazo, el verdadero, se lo dio un amigo enfermero que sabía ponerlo bien, ya que Emi era empleado de farmacia en una clínica del centro. La segunda, por la impresión que le daba aún, ( yo no podía creer lo que hacía, me dolía a mí, pincharse diferentes partes del brazo, me hacía doler el ombligo) se la mandó, al no animarse en otro lado, en la nalga, bajándose el pantalón.
La primera sensación era que te apretaban los hombros y luego, te soltaban y una hermosa tranquilidad te recorría todo el cuerpo, lo envolvía, se ponía tierno, mimoso, fuera de esa ansiedad que siempre lo hacía estar incompleto, agridulce, cuasi- mal, y lo mejor de todo era después de trabajar, ¡ Podía dormir sin tanto noctambulear de insomnio!
Esta merca que tomaba me la había conseguido él, un contacto oscuro que tenía en la clínica, afín a la morgue y a los abortos.
Cuando cabeza de adormidera resucitaba de entre los muertos, me contaba lentamente que en los pies re dolía, lo quería hacer ahí para que no se vieran las marcas, pues en un pico se había movido y ahora tenía todo negro una parte del brazo y, en la clínica con el aire acondicionado, debía andar con el hampo de mangas cortas.
Luego, volvía a su amado ritual de golpear suavemente la ampolla de morfina buscando la burbuja de aire mortal que debía extraer. Me miraba y la miraba. Me decía:
“ Lo que pasa, Adri, es que pasé por todas las drogas buscando esta sensación, a la que sólo el opiáceo me hace llegar. Me hice mierda los pulmones y la nariz hasta que la encontré, intravenosa es más saludable, llega de una a tus venas sin tener que pasar por otras partes.”
Yo sólo lo miraba. No podía entender como podía decir que no le hacía nada malo, hasta yo sabía que lo que me estaba mandando por la nariz era dañino, pero era un autodestructivo de mierda, pero hasta ese extremo no, ni un aro me había puesto en mis años de rebeldía adolescente, si me destruía era por dentro, “ Todo va por dentro” decía y ni siquiera me disfrazaba para salir, con mis ideas ya estaba. Prefería pensar a hablar.
Estaba leyendo mucha mierda mística y no sé como encajaban esas jeringas en todo eso pero así era, claro que el fluido tenía algo que ver, esa sensación era su divinidad.
Tenía unas ojeras horribles, que daban impresión.
Después de repetir el rito, él se rascaba la espalda, se la ponía roja tras el suéter de lana. “¿Qué tengo?, ¿Qué tengo?” le decía, mostrándole. “¿Seré alérgico?” preguntaba al aire, “Ojalá”, le decía ella.
Inyectaba cualquier cosa, un tomate, una mandarina, para joder, era un niño aún, jugando con azufre ardiendo.
Al despedirme, me dijo que había averiguado y recién con quinientos miligramos comenzaba la dependencia física, como justificándose, y yo le dije que tuviera cuidado, que a eso se lo daban a enfermos terminales, a los que estaban de última, en el suero, de a poco, hasta que la palmara, pero él lo sabía mucho mejor que yo y volvía a saludarme, como sabiendo bien lo que haría.


II


Llevando unos medicamentos a la sala dos, a través de una puerta entreabierta, la vio por primera vez. El sol la traspasaba con su brillo de oro que regalaba como avaro antes de morir, para salvar su alma.
Al lado de la joven enfermera, una antítesis que sólo puede generar la vida, una anciana vegetativa yaciendo en una cama.
Se conocieron en los pasillos. Una pregunta tonta, un cruce de la cotidianeidad, un beso robado.
Ella era diabética, él le conseguía la insulina en el puesto de farmacia. Allí también se suministraba de lo que devolvían de las camas.
Emiliano amaba el ritual. Siempre volvía a su comunión con la aguja que tanto le divertía.
Golpear la ampolla, limarla, escuchar el crujir del vidriecito, atarse con el lazo o con el cinturón con marcas ya de sus dientes, ver la putita burbuja que significaba aire en la jeringa y luego de hacerla desaparecer, buscarse la vena y si duele, sabés que no es ella y, cuando la embocás, tenés que ir vaciándola de a poco, soltar la mandíbula que sostiene el cinto y después, sentir como Morfeo te empuja los hombros hasta abajo, hasta sentirlo todo en las piernas, en todo el cuerpo, ese instante de belleza, de felicidad que relaja el ansia constante de esa mente enferma.
Después de un tiempo, Verónica, más acostumbrada, a su pesar, que él a pincharse, también imitó el ritual de su ya novio, picándose con morfina.
Vivían en una casa en el centro, una herencia del abuelo de Emiliano. Esto producía envidia y resentimiento por parte de sus familiares, tíos, tías y primos que por lo visto no se conformaron con lo que les dejó a ellos, y para colmo, metiches como eran, ya sabían en la condición en la que se encontraba Emiliano, un adicto, una mancha para la familia.
Esto generaba la constancia de los parientes que golpeando insistentemente la puerta, recién luego de 20 minutos de su negativa de abrirles, se iban. Detestaba como miraban con deseo esa casa cuando entraban, como hablaba su tía Roberta, haciéndose la que le importaba tanto, que su salud era lo más importante, que su vida valía más, pero él sabía que en verdad lo querían muerto porque esa casa en el centro valía más que las de ellos, en zonas más periféricas. No les haría ese favor. Pero seguía aflojando la mandíbula mientras el rostro se distendía.
Un día, Raúl lo fue a visitar. Era un amigo del barrio, estaba pegado con la ketamina, sólo le faltaba relinchar. Se daba y se daba con keta, se bajaba un tarro por día, ya no le pegaba y metía más y más pero no cambiaba las agujas que oxidadas por la humedad del fluido, le habrían la carne, una línea roja que llegaba a un dedo gordo hinchado al extremo.
Ella, intentando curarlo, le dijo en tono de madre que debía cuidar su higiene personal, que no fuera tan despelotado, pero luego, tratando de no mostrarse preocupada, le dijo que fuera a un médico, que podía ser tétanos. Raúl le dijo que ya había ido pero el tipo quería que se arremangara y él le decía, nervioso, que sólo era el dedo, sin corte ni rasguño, y salió de allí, alteradísimo.
Al irse Raúl, Emiliano le dijo a Verónica que ese no se sabía cuidar, que se daba siempre en el mismo lado, el mismo brazo, que lo iba a perder si seguía jodiéndola.
Luego de un rato, el timbre molesto. Era su primo o su tía. Eran las horas en las que venían a lanzar sus sermones, a mostrarse compungidos, a ver que tan mal estaba, cuanto más le faltaría, cuanto quedaba de él todavía.
Cuando lograban interceptarlos el peso era inmenso. Aunque buscaran no darle importancia, la culpa heredada, la muerte siempre alarmante de sus palabras, el desprecio que se traslucía entre la lástima, los atormentaba. Ella abría o cerraba con veloces movimientos la puerta, haciéndose la sorda, con rostro cabizbajo. Él, en cambio, con una mirada molesta decía: “ Bueno...bueno”, “Sí, puede ser”, para luego comenzar a caminar o entrar en la casa, dependiendo de en que momento los habían encontrado.
Pero entonces, sucedió lo que nadie esperaba. Verónica descubrió en el baño que tendría un bebé.
Emiliano se enteró luego de la guardia. Comenzó a caminar por la habitación, sentándose y volviendo a andar, no podía creerlo. No se lo sacaría, decidieron tenerlo.
Ella debía dejar un tiempo de picarse hasta que naciera el bebé. Él la respaldaría en todo momento. Se picaría a escondidas, para no tentarla.
Un día, llamó la prima del campo, como le decía Emiliano. Era de lo mejorcito de sus parientes, no los molestaba ni tampoco pronosticaba el Apocalipsis venidero. Le salió, no pudo reprimirse en sus palabras, y le contó del nuevo familiar.
Sin saberlo, inició la debacle. Luego de eso, sus parientes más cercanos, en territorio, no en afinidad, comenzaron a caerle uno a uno a disparar sus reprimendas, sus negativas, sus refutaciones, le decían que ya habían hecho un gran debate en el living del tío Julián y todo, como si el hijo fuera de ellos y también de ellos la decisión de darle vida. Se volvió insoportable. Golpes a toda hora, como para que reflexionaran. El peso de los parientes era demasiado. “¡¿Cómo pueden traer una criatura al mundo en esas condiciones?!”, “!Es una barbaridad!”, “!Son unos enfermos!”.
Pero sus palabras eran vacías. No soportaban sus sermones. Emiliano le decía a Verónica que no llorara, que no valía la pena.
Sólo la prima los convenció a irse de allí, invitándolos a su casa en un pequeño pueblo de las afueras, queriendo alejarlos de los círculos médicos donde conseguían la sustancia. Querían escapar un poco de la metódica ciudad, del ciclo cerrado de esa vida, pero más que nada, ellos aceptaron para poder huir de las presiones terribles de esas familias carroñeras que veían en su hijo al nuevo competidor, cuando pensaban que su único adversario caería pronto. Esto ya no daba para más.
Subidos al micro de larga distancia en una mañana de sábado, Emiliano le señaló a Verónica un auto volcado en una ancha avenida, con sus pedazos astillados brillando al sol, y pasando detrás, una maratón cerca del planetario. Estaban dejando a la loca y multifacética ciudad atrás.
Por la noche, los dos demonios llegaron al paraíso.
Ya en el pueblo, llamado Funes, fueron a la casa de su prima. Era un pueblo tranquilo, donde el tiempo se detenía a tomar una copa para luego proseguir su marcha al atardecer.
Después de unos meses, nació el niño.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué, si fue porque se consideraban pecadores o condenados o por un tema de Barón rojo que a Emiliano le gustaba, pero ese niño se llamó Caín.
Su prima vivía sola, era viuda y ese niño simbolizaba un universo de compañía. Fue la alegría, contagiaba sonrisas en la pequeña casa.
Sin embargo, ellos iban a buscar las encomiendas de su amigo Javier, el enfermero ( al que nunca le dijeron de la venida de un hijo), que religiosamente les proveía la morfina y ellos la guardaban con cuidado, en cajas separadas de las agujas ya usadas, arriba del armario.
Ellos consiguieron nuevos empleos en el pueblo. Él, en una guardia nocturna, lejos de la droga, y ella, volvió a cuidar ancianas con poca arena en el reloj.
El niño fue creciendo de a poco mientras sus padres iban anclándose más y más en la adicción. Su prima terminó haciendo de niñera, y no sólo cuando ellos trabajaban.
En un día del Niño en Funes, en la casa de unos vecinos, entre el bullicio de los críos, su hijo incluido, Emiliano no podía aguantarse y con Verónica como campana, se inyectaba en una pieza.
Javier, cuando no les conseguía morfina, les enviaba codeína o nubaína.
Ellos veían corretear esa vida pequeña que habían originado, pero se entrecortaba entre las sensaciones volátiles del viaje intravenoso.
Un día, Emiliano, sentado como siempre en su sillón del ritual, se quedó duro. A Verónica, al verlo, se le heló la sangre y fue tanto el terror que la inmovilizó, quería llamar a una ambulancia, no tenía ningún número, ¿ Cómo podía ser, ellos que trabajaban en una clínica? Pero si le veían los brazos no le iban a dar bola, para los médicos eran lo peor, unos idiotas que se hacían daño a sí mismos, aunque recordaba a ese psiquiatra que medicaba y todo y terminó en un psiquiátrico por la keta porque pensaba que no se le iba a ir de las manos pero quedo pegado. Y todo eso pensaba al mismo tiempo que repetía “Emiliano” alteradísima, golpeándole el rostro, poniéndole agua en la cabeza, buscaba reanimarlo, levantarle las piernas, todavía tenía pulso, no le salía la voz para gritarle a la prima, agarraba al nene que por la tensión se había puesto a llorar y lo llevaba a la habitación a dormir mientras él seguía ahí, quieto, duro. No sabía que hacer.
Empezó a marcar el número del amigo enfermero cuando lo vio reaccionar, volviendo en sí. Cuando le contó todo lo que había pasado, que casi se moría, que ella no sabía que hacer, que llamó a cualquiera, que tenían que buscar un número de emergencias, que el nene se había asustado, Emiliano no pudo hacer más que sujetarse el rostro y ponerse a llorar, desconsolado.


III


“Cuando le ponen un nombre a uno es como si lo marcaran.
Algo de esto sentí cuando volví hace poco a Funes.
Allí nací, allí mis padres murieron uno a uno. Primero él, al poco tiempo ella y yo quedé al cuidado de mi tía. La morfina se los llevó a los dos.
Luego supe que mi casa, la que ahora ocupo, en los tiempos en que murieron mis padres, fue desvalijada por completo.
Al enterarse la familia del fallecimiento, fueron todos a la casa del centro que habían dejado sola, y se abalanzaron como buitres, repartiéndose los bienes o bien, disputándoselos como perros a un mismo hueso, sacando muebles, cubiertos, la platería de mi abuela materna, los pocos electrodomésticos y hasta las manijas de bronce de las puertas. La habían dejado pelada.
Con ayuda de mi tía, pude volver a empezar en esa casa.
No recuerdo mucho mi infancia en el pueblo, ella no me hablaba mucho de eso.
Vivir en la casa que una vez fue de mis padres, me hizo reencontrarme conmigo, con una parte que también yo era.
Ahora ya ha pasado un largo trecho pero al volver, como el personaje del ciego escritor, ese pueblo aún recordaba.
En esas calles, me enfrenté al estigma, al rechazo y a la enemistad.
Ni bien se enteraban quien era, o mejor dicho, cuál era mi descendencia, me miraban mal, me hablaban con monosílabos, me cerraban la puerta en la cara. Mis padres simbolizaban lo peor de lo peor, la bajeza máxima, la maldición eterna.
Yo, Caín, como si tuviera la marca en la frente, terminaba siendo la continuación, el paralelo de mis padres. En las mezquinas y cobardes mentes de esa gente yo era lo mismo que ellos, lo mismo de enfermo, de maldito, de basura despreciable. Yo había cometido un hecho aberrante, haber nacido de esa progenie.
A esta gente le parecían bichos demasiado extraños.
Tengo que comprender su miedo a lo desconocido, el contexto de hace unos cuantos años atrás. ¡ Imagínense a una pareja de morfinómanos en medio de este pueblito alejado de todo!”

El Profe:









- Bueno, soy el profesor suplente. Su profesor no pudo venir hoy, estaba enfermo - comienza la clase el diablo.
- Hoy hablaremos de ¨ la odiología ¨ - prosigue.
Los chicos miran extrañados.
- Sí, no me miren así, ¨ la ciencia del odio ¨, pero como siempre, se debe hacer una transposición didáctica, por eso, se los explicaré amenamente , sin tantas lógicas y teorías, sin tanto lenguaje técnico, es decir, para que lo entiendan.
A ver, pónganse a pensar en todo lo que hace daño y les agrada, todo lo que les gustaría hacerle a alguien, desde la simpleza de meter un petardo en la boca de un sapo y divertirte al verlo saltar en pedazos y que su lengua serpentee en el aire, hasta tirarle con una gomera a un pájaro, pero piensen en algo más allá, piensen en seres humanos.
Busquen dentro suyo, todos tienen el mal, el deseo de hacer sufrir a otro, el odio heredado, el miedo irracional que se convierte en asesinato.
¿ No les gusta ver películas de acción, de guerra, de hombres con pistola que se ganan a la joven más bella, disparar a cuánto se mueva, un cowboy, un gángster, un policía de Los Ángeles?
El sufrimiento los alimenta, recuerden eso. Cuanto más hagan sufrir, más vivos y felices se sentirán. El odio es indiscriminado. No hay razón, ni credos, sólo seres humanos odiándose por ideas absurdas que intentan ocultar el verdadero motivo, el mal que poseen a diferencia de esos otros seres de este planeta, movidos por instintos de supervivencia, pero la crueldad humana supera el alimento y el cobijo, allí hay otra cosa, ¡Es el placer! El placer que yo les... bueno, ejem, pero... no nos vayamos del tema.
¿ Qué dicen ahora? ¿Conocían o no conocían esa ciencia, alumnos? Creo que si han escuchado de ella, ¿No? Saben de lo que les hablo, ¡Vamos! ¡Levántense! ¡¿Qué esperan?! ¡ Pueden practicar lo aprendido ahora mismo con sus compañeros! ¡ A jugar! ¡A ver quién sabe más!
Los niños lo miran y luego se miran entre ellos. Los grupitos separados se unen, pero no por agrado, sino para la guerra.
Los niños, las niñas, todos en pelea. Crueles, levantan a uno con lentes, el más débil, entre unos cuantos más atléticos, fanáticos del fútbol, que lo tiran y lo patean insaciablemente. Después empieza la lucha indiscriminada, todos contra todos, motivados por la sangre del primer abatido. Empiezan a tirarse con sillas, a arrancarse los pelos, a estirarse las colitas las niñas e incrustarse las patas de hierro de las mesa los varones, que también luchan con lápices, lapiceras puntiagudas, tijeras, compases y borradores.
El diablo observa sonriendo la escena en sangre.
Escribe sobre el pizarrón el tema del día con pulso relajado y se va satisfecho al ver en silencio el aula.


FIN

Un sol pequeño:





Había una vez un hombre que caminaba y caminaba mucho, y tenía tanta suerte éste, que todos los días se encontraba una moneda de 10 centavos. Era el brillo iluminado y pequeño en el suelo, en un día soleado, o era la mancha de barro, diferente al cobre que la cubría, lo que en días de lluvia le hacía notar de que allí abajo, una moneda de 10 existía, sola, huérfana de anónimo bolsillo de saco, pantalón o de monedero de señora o viejecita, y era, esa moneda, la que había terminado con su recorrido por un rato, tirada, inútil u ociosa, en ese asfalto o pasto-tierra árida en los costados de la vereda, o dentro de la zanja, que no era impedimento para este hombre el de sacarla, y hasta que él la encontraba, era una moneda falsa, inexistente se sentía ella, libre, al no ser utilitaria, al no ser utilizada, al no ser una porción más de la maquinaria, pues es una compleja máquina la de las manos, los dedos, los brazos, los tantos que se mueven y cambian producto por moneda, billete por cambio, moneda por boleto, por tarjeta de subte, por caramelo para el nene, o la moneda que faltaba para llegar a una de litro.
Él las guardaba a todas, las coleccionaba por un tiempo, o mejor dicho, las ahorraba, pues ellas eran la salvación cuando había hecho mal los cálculos, y había gastado de más, al comprarse algo. Eran las que salvaban un viaje de bondi, eran esas que se encontraban en la parte del vuelto de la maquina, o en el suelo del pasillo, eran el 10 que de 65 pasaba a ser 75 centavos, cuando por maldita casualidad, los estipulados, se habían extraviado. Tal vez encontraba a veces, monedas que él mismo había perdido, como completando un círculo, un eterno retorno.
Cuando el hombre encontraba una moneda, en el momento en que sus dedos se acercaban, sus uñas ayudaban al desprendimiento con el suelo, él empezaba a pensar en el antiguo destino o poseedor de aquella, mujer en bicicleta que pasó apurada por la avenida y esa moneda resbaló del bolsillo del polar, que ya es de tener una enclenque resistencia para con los objetos que alberga, o era de un obrero que se tuvo que ir a pata o de prestado, al tener las monedas contadas, o eran el premio por el diente caído de un niño feliz con su regalo, que se perdió entre la corriente de gente y de luces, mientras pasaba por las calles tomado de la mano de su madre, y luego las lágrimas, no se volvieron de ese insensible cobre, ni siquiera, de la falsa plata, color gris brillante de las de 5 centavos, y tantas otras hipótesis al respecto, mientras erguía su espada al levantarse tras recoger la moneda hallada, que pasó miles de veces por tantos bondis, fue testigo ciego, dentro de la máquina, de distintos sucesos y hasta de choques y manifestaciones, se fue a Córdova, pero volvió en una alcancía de chanchito Porky a los barrios de Solano, se ensució con negra papa de manos de verdulero, fue de mano en mano en la feria, degustó tomates, lloró con la cebolla, y apestó a pescado, para terminar en riñonera de pibe que vende CDs grabados, y fumó con un viejo quiosquero de dedos teñidos de nicotina, cuando el pibe la despidió por un cigarro suelto, sirvió para abrir una lata de pintura, para escribir el nombre de su efímero dueño en la corteza de un árbol o en un asiento de colectivo, fue tirada por equivocación con otras monedas, ya sin valor ni utilidad, ya viejas, jubilados australes, anteriores pesos, entre las plantas del jardín Allí convivió con las lombrices y las hormigas y aprendió varias lecciones de vida. Quiso vivir allí, sacar raíces como las hermosas plantas con flores más bellas aún. Ella, se veía tan plana, redonda y opaca, cubierta de tierra seca, pero feliz se sentía cuando se limpiaba por la lluvia eterna y vital que comenzaba un ritual alrededor de ella, una maravilla de gotas corriendo entre las hojas, cayendo en sincronía perfecta, convirtiendo todo en una sola e infinita cosa, vida en pureza. Hasta que un día, la desprendieron de su paraíso, la tarde en que a esa tipa se le había cantado arreglar con un cuchillo algunas plantas, sacar y agregar otras, el caso es que la moneda volvió al tránsito, a la crudeza de la materia en corrupción, del traspaso, del manoseo, de la corriente podrida que no se detenía ante nada, que aunque agonizara seguiría, los músculos de la ciudad se retorcían, sus tendones también.
Él llegó a reflexionar en sus vuelos delirantes, que ella podría llegar a ser de la misma materia de una de las dos monedas que se colocaban sobre los ojos de los muertos para pagarle a Caronte, el barquero, para poder cruzar el río Estigia, hacia el país de la noche.
Pero un día, su suerte se trastocó en tragedia, como todo hombre, él era un animal de costumbre, el azar o su destino, una mano maquiavélica de Dios o de Diablo, lo hizo girar como a una moneda por el aire y lo dejó caer al suelo, pero él, desorientado, tumbado, entre mareos, no fue ni cara ni cruz, aunque no quiero adelantarme a los hechos.
Lo sucedido fue, que un día como todos, confiado transcurría por sus horas, minutos, segundos nuevos que devenían, sabiendo que, en algún momento, encontraría su diaria moneda de 10 centavos, de la cual tenía tantas teorías, que era como el Diego, el Diez en su espalda, que era como el 10 que una sola vez tuvo en la escuela, que era como un ying yang, uno y la nada, él y todo, el uno y el cero, y ya planeaba, como le gustaba hacer, entre lo místico y lo cotidiano, lo metafísico y lo corriente, los ritos de la religiosidad y los automatismos de lo rutinario, como sería el instante divino en que encontraría la moneda, sea en la calle, en la vereda, en el bondi, en la zanja, etc., por donde siempre circulaba de su casa al trabajo y del trabajo a casa, un constante círculo. Ya imaginaba que pensaría, que imagen le vendría, trascendental, al sujetar la moneda, verla y levantarla, como una ostia que se eleva y se santigua, y luego se lleva a la boca y se llena uno de Dios, de su carne y su sangre, de la carne del padre, del hijo, canibalismo primario, en este caso, el bolsillo y el capitalismo, desde el sedentario y el arado, del trueque a la compra y venta, la economía, la oferta y la demanda, el cobro y el precio, me pagan, me sacan, los impuestos, el liberalismo de Adam Smith, las concepciones del valor moneda. Imaginaba ya, que su anterior portador había sido un hombre que le dio esa moneda a un pibe de la calle que le cuidó el auto o le limpió los vidrios, o le dio unas estampitas con inscripciones amorosas y aunque éste no tuviera ni novia, filito ni esposa, solterón y mamero, por autocomplacencia le daría 10 centavos y le devolvería los dos cartoncitos con las impresiones de corazones y animalitos cursis. Pero en todo ese día, él, nuestro protagonista, no recibió de la suerte, ni siquiera un boleto capicúa.
Y así fue como se desquebrajó el sistema, el gran paredón se derrumbó por un solo pedazo de cemento que se salió, y el hombre empezó a ver como el rompecabezas se desarmaba por completo al faltarle una pieza, la perfección de todos los días, el calculo infalible, la ciencia exacta de poseer la suerte de la moneda encontrada, todo eso ya se había roto, perdido, pues él, ese día, no había hallado su pequeño círculo de alegría, su sol de vida, suyo, un don de la providencia.
Primero, pensó que se había averiado algo en la máquina perfecta de los tiempos y los espacios, de las casualidades o de las causas y los efectos Solo saber que el cuento no terminaría igual ese día, le generaba un tormento indescriptible, se sentía vacío, solo, dolido, como si le hubieran arrebatado la manta con la que se aferraba antes de dormir cuando niño Se sentía desprotegido, como si le faltara alguna extremidad o se hubiese despojado de él una divinidad indiferente y fría, se sentía como abandonado por un amor al que le había dado todo, aunque eso nunca a él le había ocurrido.
Al principio, intentó, solo intento tomárselo con calma, ver con otra cara el día, pero siempre terminaba encorvado, mirando sin parar para abajo, haciendo excursiones por las calles, peregrinaciones en búsqueda de las abandonadas monedas, las perdidas maravillas circulares, no observaba nada más. Todo el tiempo mirando el suelo, no importaba que la vida siguiera su ritmo, su rumbo, continuara, no importaba nada, ni la gente que pasaba, interrupciones que entorpecían el observar bien, entre las piernas andando, los rincones de las veredas, entre la basura de los cordones, entre las zanjas más oscuras, entre una baldosa y otra, o soñaba con la caída oportuna de una moneda de una viejecita o de un joven apurado por subir a un bondi, solo eran utilitarios, transitorios, el sol, los autos, las nubes atravesando el cielo, el mundo entero se le asemejaba a una plana moneda que lentamente giraba pero que ya no podía alcanzar, encontrar.
La desesperación llegó, se autoengañaba, dejaba monedas de 10 centavos de su sueldo de oficionista, diseminadas por la casa, y al otro día, por la mañana, encontraba una moneda en el baño, cuando se miraba al espejo, pero era falso y él lo sabía, no le decía nada ese encuentro, y la cantidad exagerada de encuentros, entre los muebles y los cubiertos, le hacían sentarse, y frenéticamente, ponerse a llorar.
La gota que rebalsó el vaso, fue cuando, una tarde caminando entre las calles se encontró, gracias al brillo del sol, con una reluciente moneda sobre el cordón, sus ojos brillaron, se encendieron de alegría, de éxtasis, y se abalanzó, ágil y veloz, casi como fiera sobre presa, entre el temor a que venga otro y la sostuviera y se tuviera que luchar por ella como por Helena, él haría toda una guerra por esa moneda. Pero aunque no tenía hernia, intentó e intentó levantarla del asfalto y no pudo, era una broma macabra del destino o de un flor de hijo de su madre que lo hizo a propósito riéndose de los tontos como él, que se volverían locos intentando sacarla, cuando este macabro creador de la artimaña, en el pasado la había colocado, a esa, de 10 centavos, sobre cemento fresco que ya se había secado. Intentó locamente liberar de su prisión tan dura y hermética a esa luz, entidad lumínica y circular. Ya pensaba en gastar lo que fuera necesario, no importaba, con tal de sacarla, comprar algún elemento en la ferretería, pues era de él esa moneda, él la había hallado, no sería como otros miles que habían caído en la trampa, que luego vencidos, se irían despacio y de reojo observando a ese encerrado ente celestial, él sería como Arturo, sacaría la espada de la piedra..., pero luego, el tropiezo con un caminante inadvertido de sus delirios místicos, lo despertó del trance, y lo vio sumido en la desesperación mas amarga, vio a ese objeto como a un objeto inútil, como un arte naif, bello, de decorado, una lentejuela clavada ahí, en el asfalto, como otro adorno más para la ramera, para el Elvis gordo rechoncho, con panza que cubre la adorada pelvis, y entonces, el hombre recordó, cuando chico, sintió dolor, como al ver a esos niños tirando con el aire comprimido a un pajarito que caía de su vuelo, cuando sus amigos de la infancia pusieron una moneda de 10 centavos sobre las vías del tren, con el cruel y extraño pensamiento de que con ella descarrilaría, pero al pasar el patas de hierro, fue él el que sintió angustia, como cuando se te muere un perro, porque al pasar el último vagón, ella quedó doblada completamente, casi tocándose ambos bordes, inútil, ya no serviría ni para comprar bombuchas para mojar a las chicas de la vuelta de su casa.
Llegó a caminar durante largas horas, en los subterráneos, en las estaciones de trenes, en las terminales de obnibus, entre el mar-desierto de gente, donde casi llegó a tirarse a la oscuridad de las vías por la ilusoria esperanza de encontrar allí la gloria que faltaba, y confundía chicles, colillas de cigarrillo, tapitas de cerveza, con su deseo más hondo y ansiado. En su andar vacilante, caminaba detrás, como hipnotizado, de esos viejos que van, con las manos en los bolsillos haciendo sonar las monedas junto con sus llaves, y ese sonido era como la espera de que una se escapara por el vaivén, que una asomara y cayera, para luego, como buitre sobre la osamenta, caerle encima con boca abierta y ojos para afuera.
Sus ojos se gastaron, dolieron, se pusieron en extremo rojos, de tanto fijar la vista en el suelo tan uniforme, tantas veces tropezó, cayó y volvió a levantarse, sintió insultos por no fijarse y chocar con alguno, pero él no llevaba ninguna carga más que la ausencia, la falta, esa era su cruz, y mal tenía la cara, pues no le importaba nada su vida aparte de esa moneda que deseaba encontrar, más allá de esa porción de tesoro pirata del asfalto.
Fue enfermando, anémico por no comer, no le interesaba, sucio por no bañarse, ni siquiera importaba la comodidad de su sofá y las tonterías que dirían hoy los diarios o la televisión. Se fue convirtiendo de a poco en un caminante vagabundo y errante, dejó su trabajo, durmió en las calles que lo veían y lo sentían en su paso enloquecido en búsqueda, con barba crecida, ropas derruidas por el paso de los días, los calores y los fríos, los zapatos rotos, el pelo largo, y el sueño del hallazgo como único camino.
Se sumergió en la miseria, fue un linyera encorvado, pero que solo le importaba ese objetivo insano, empezaron a darle limosnas, pero eso no era lo mismo, y actuaba con violencia contra esos que pensaban que al darle monedas lo ayudaban, como lo veían tirado ahí, descansando de su última expedición por las calles, como si fuera una jungla y esa moneda, la única, la gran ciudad del Dorado.
Un día, ya con alucinaciones, sujetando monedas invisibles y emitiendo risotadas estridentes y bruscas, sonriendo dementemente, agachándose cada dos segundos, con una felicidad de locura en los ojos, tenía visiones de una gran alfombra, un camino luminoso compuesto de monedas de 10 centavos, brilloso camino que llevaría al templo, a la verdad, a la idea, a la materia que era verbo, a la energía materializada, la gran divinidad esperaba al final del camino, pero como todo eso era solo dentro de su cabeza, él estaba transitando en línea recta por una vereda en donde los que pasaban debían esquivarlo y algunas viejas finuchis ponían cara de asco.
Lo malo fue, cuando su alucinante andar culminó en la puerta abierta de un bondi, y encima, con el último pasajero que había dicho: ”Un peso”, la unidad que resume al universo, y estaba para meter la moneda en la máquina, tan automáticamente como siempre, mientras el chofer lo marcaba, entonces, el miserable hombre se trepó con estridente chillido sobre el colectivo como leona sobre ñu, y viendo a ese pasajero como dador de la ostia santiguada, como el monje, el shaman con el peyote, con la mezcla de cactus con cobre, entre vegetal y metal, y le se abalanzó con su rostro y abriendo la boca, le arrebató con los dientes la moneda que era la conjunción de 10 de las de 10, que darían la clave de la perfección, el otro lado, el opuesto a éste, la sombra de la luz, a través del espejo, y se la tragó.
El pasajero miró atónito la secuencia, sin salir de su asombro, el chofer, más predispuesto por el stress del trafico a las peleas y a los arrebatos, fue el que viendo desde afuera la escena, arremetió contra el linyera y lo agarró de las sucias ropas y con fuerza se dispuso a sacarlo de su colectivo y pegarle repetidas veces en la cabeza como si así volviera en sí, entendiera la locura que había hecho o devolviera la moneda que se había ingerido. El vagabundo se paró como pudo, y ya venía el otro, que había caído de su espasmo, para también darle lo suyo, una paliza igual o mayor que la del colectivero, pero entonces, él corrió, empezó una huida entre las calles, fue perseguido unas cuadras, más por escarmiento que por querer llegar a un acuerdo, pues la devolución no sería más que revolver su excremento.
El hombre, sintiéndose aun perseguido por caballeros de una corte enemiga , dobló una esquina y entró a una galería, a un shopping, para él, un bosque tupido y lleno de maleza, donde se alejaría de esos jinetes oscuros montados en fieros caballos azabache, pero se encontró frente a frente con una inmensa fuente que se encontraba en el centro de ese bosque, se acercó sigilosamente como quien encuentra las aguas de la vida eterna, de la sabiduría, de la por siempre juventud, y vio diseminadas en el fondo azul, las diminutas monedas que la buena suerte augurian, que son el sueño de ese, esa, aquel y aquella otra, el sueño de ir, de volver, de estar, de no estar más, de que me diga que si, de que me vaya bien, o de que se cure la vieja. Vio su paraíso perdido, se sintió Adán frente al árbol de la vida, y se lanzó en encuentro de esas bellezas circulares, queriendo atraparlas a todas, escurridizas, vociferantes, como si cada una fuera un niño liberado de cadenas, bajo la celda de las aguas de esa fuente.
Concentrado en ese furtivo trabajo de liberación, alargaba sus brazos y sus manos sentían la esperanza, el deseo, los sueños de tantos, se sintió fuerte, poderoso, entendió lo que era ser un rey, un emperador, tener a tantas vidas en un puño, se sintió Napoleón, mientras que con ojos hambrientos bajo el agua, olvidando la respiración, sujetaba, cada vez más débil, cada vez más despacio, las monedas que ya resbalaban de sus dedos, que ya no alcanzaba a verlas, a palparlas, mojadas, y alrededor todo mojado, poco a poco, las burbujas, los cabellos fueron los primeros que ascendieron a la superficie, luego sus brazos y piernas los acompañaron, y las monedas salieron una a una de sus bolsillos y manos, volviendo a las profundidades azules en esa fuente de vida eterna que da muerte.
Las aguas siguieron corriendo aunque él ya estaba quieto, y esas aguas en ondas alrededor suyo, eran como el tiempo que sigue, que corre sin detenerse, sin rumbo o sin búsqueda, salvo por alguna, fuera del alcance de nuestra percepción, sin evidencia.
Como un cristo ensartado en una moneda de 10 centavos, él, brazos y piernas, desde arriba, Dios vería a su hijo, y esa fuente circular sería el crucifijo de este Mesías sin arenga, sin profecías, otro hombre más, muerto por su deseo, descontrolado, el oficionista vuelto un linyera por su sueño de una moneda que no encontraba y que siempre se le había dado, como una tía que siempre traía regalos o unos dulces cuando era chico, la suerte le dejó un día, como cuando él, al lado de sus padres, estuvo precisamente junto al cajón gris donde el cadáver que una vez fue dadora de chocolates, estaba allí, yaciente.

el silencio




Con tinta de polvo
Garabateo en el aire,
Le gano, tropezando,
Al silencio,
Su carrera
Por miles de partes,
Con mi oleaje de tinta
Y esa mujer virgen y blanca
Que se deleita,
Con cada roce,
Caricia y se excita,
Con cada beso mío
Y cada pequeñísimo mordisco
La hace erizar hasta el tuétano.
Ella tiene tantos rostros
Y yo solo el mío,
Pero tú siempre eres el mismo
Erigido por seres
De forjado martillo
Que golpean sin cesar
Yunques huérfanos,
Abandonados por ti,
Padre ebrio,
Ídolo de los desheredados
Y de los rostros secos,
De los inseguros
Y los acobardados.
En mi lectura de aire,
Entre las brisas,
Yo te manejo.
No te erijo ningún monumento,
Ya que eres natural
Y cotidiano,
Ya que eres sólo el espacio
Que me queda,
Entre palabra y palabra,
Entre saliva, entre papel y tinta
Entre oxígeno y mirada desinhibida,
Recolectora de lo que ya se encuentra,
Y que el sol
Sólo da brillo y forma,
Y se rehúsa a matar a ningún cuerpo
Aún despierto por su aparición,
Por su calor de eterno
Pensamiento humano geocéntrico,
Del mañana otra vez
Taparte y obrar,
Enterrarte y crear,
Desearte entre el agotamiento,
Abrazarte en los momentos
En que la mente aturde
A los seres no terrenales
Y afuera está todo dominado,
Reinado y gobernado por tu desierto,
De relojes solitarios y mudos,
De siestas hijas y de ciego polvo,
De mordida en el oído adecuado,
Atento al agua de tu sinfonía,
Para abrir tus velas y apagarlas,
Para necesitarlas erguidas
Cuando uno se sumerge en la distancia
De onírico viaje a la otra vida,
Que puede ser tan solo un retazo
De pestañeo centelleante
De despertar sin ganas o súbitamente,
En grandes caídas o por los rayos del sol
De abanicar y ondear
El vaivén de tus compases,
Sinfonía sin eco y sin destello,
Cementerio de palabras y de voces,
Acalambrar de ruidosos movimientos,
Cauterizar de sonidos dispersos
En las noches.
Yo prefiero el humo de mis versos,
Al aire puro de tu aliento,
Aunque al florecer
Sea margarita que se pudre,
Lo prefiero
Antes que a tu rosa sin producto
Y sin espinas,
De rojo color pálido y delicados pétalos,
Que al simple besar,
Se cristaliza.