martes, 17 de agosto de 2010

Un sol pequeño:





Había una vez un hombre que caminaba y caminaba mucho, y tenía tanta suerte éste, que todos los días se encontraba una moneda de 10 centavos. Era el brillo iluminado y pequeño en el suelo, en un día soleado, o era la mancha de barro, diferente al cobre que la cubría, lo que en días de lluvia le hacía notar de que allí abajo, una moneda de 10 existía, sola, huérfana de anónimo bolsillo de saco, pantalón o de monedero de señora o viejecita, y era, esa moneda, la que había terminado con su recorrido por un rato, tirada, inútil u ociosa, en ese asfalto o pasto-tierra árida en los costados de la vereda, o dentro de la zanja, que no era impedimento para este hombre el de sacarla, y hasta que él la encontraba, era una moneda falsa, inexistente se sentía ella, libre, al no ser utilitaria, al no ser utilizada, al no ser una porción más de la maquinaria, pues es una compleja máquina la de las manos, los dedos, los brazos, los tantos que se mueven y cambian producto por moneda, billete por cambio, moneda por boleto, por tarjeta de subte, por caramelo para el nene, o la moneda que faltaba para llegar a una de litro.
Él las guardaba a todas, las coleccionaba por un tiempo, o mejor dicho, las ahorraba, pues ellas eran la salvación cuando había hecho mal los cálculos, y había gastado de más, al comprarse algo. Eran las que salvaban un viaje de bondi, eran esas que se encontraban en la parte del vuelto de la maquina, o en el suelo del pasillo, eran el 10 que de 65 pasaba a ser 75 centavos, cuando por maldita casualidad, los estipulados, se habían extraviado. Tal vez encontraba a veces, monedas que él mismo había perdido, como completando un círculo, un eterno retorno.
Cuando el hombre encontraba una moneda, en el momento en que sus dedos se acercaban, sus uñas ayudaban al desprendimiento con el suelo, él empezaba a pensar en el antiguo destino o poseedor de aquella, mujer en bicicleta que pasó apurada por la avenida y esa moneda resbaló del bolsillo del polar, que ya es de tener una enclenque resistencia para con los objetos que alberga, o era de un obrero que se tuvo que ir a pata o de prestado, al tener las monedas contadas, o eran el premio por el diente caído de un niño feliz con su regalo, que se perdió entre la corriente de gente y de luces, mientras pasaba por las calles tomado de la mano de su madre, y luego las lágrimas, no se volvieron de ese insensible cobre, ni siquiera, de la falsa plata, color gris brillante de las de 5 centavos, y tantas otras hipótesis al respecto, mientras erguía su espada al levantarse tras recoger la moneda hallada, que pasó miles de veces por tantos bondis, fue testigo ciego, dentro de la máquina, de distintos sucesos y hasta de choques y manifestaciones, se fue a Córdova, pero volvió en una alcancía de chanchito Porky a los barrios de Solano, se ensució con negra papa de manos de verdulero, fue de mano en mano en la feria, degustó tomates, lloró con la cebolla, y apestó a pescado, para terminar en riñonera de pibe que vende CDs grabados, y fumó con un viejo quiosquero de dedos teñidos de nicotina, cuando el pibe la despidió por un cigarro suelto, sirvió para abrir una lata de pintura, para escribir el nombre de su efímero dueño en la corteza de un árbol o en un asiento de colectivo, fue tirada por equivocación con otras monedas, ya sin valor ni utilidad, ya viejas, jubilados australes, anteriores pesos, entre las plantas del jardín Allí convivió con las lombrices y las hormigas y aprendió varias lecciones de vida. Quiso vivir allí, sacar raíces como las hermosas plantas con flores más bellas aún. Ella, se veía tan plana, redonda y opaca, cubierta de tierra seca, pero feliz se sentía cuando se limpiaba por la lluvia eterna y vital que comenzaba un ritual alrededor de ella, una maravilla de gotas corriendo entre las hojas, cayendo en sincronía perfecta, convirtiendo todo en una sola e infinita cosa, vida en pureza. Hasta que un día, la desprendieron de su paraíso, la tarde en que a esa tipa se le había cantado arreglar con un cuchillo algunas plantas, sacar y agregar otras, el caso es que la moneda volvió al tránsito, a la crudeza de la materia en corrupción, del traspaso, del manoseo, de la corriente podrida que no se detenía ante nada, que aunque agonizara seguiría, los músculos de la ciudad se retorcían, sus tendones también.
Él llegó a reflexionar en sus vuelos delirantes, que ella podría llegar a ser de la misma materia de una de las dos monedas que se colocaban sobre los ojos de los muertos para pagarle a Caronte, el barquero, para poder cruzar el río Estigia, hacia el país de la noche.
Pero un día, su suerte se trastocó en tragedia, como todo hombre, él era un animal de costumbre, el azar o su destino, una mano maquiavélica de Dios o de Diablo, lo hizo girar como a una moneda por el aire y lo dejó caer al suelo, pero él, desorientado, tumbado, entre mareos, no fue ni cara ni cruz, aunque no quiero adelantarme a los hechos.
Lo sucedido fue, que un día como todos, confiado transcurría por sus horas, minutos, segundos nuevos que devenían, sabiendo que, en algún momento, encontraría su diaria moneda de 10 centavos, de la cual tenía tantas teorías, que era como el Diego, el Diez en su espalda, que era como el 10 que una sola vez tuvo en la escuela, que era como un ying yang, uno y la nada, él y todo, el uno y el cero, y ya planeaba, como le gustaba hacer, entre lo místico y lo cotidiano, lo metafísico y lo corriente, los ritos de la religiosidad y los automatismos de lo rutinario, como sería el instante divino en que encontraría la moneda, sea en la calle, en la vereda, en el bondi, en la zanja, etc., por donde siempre circulaba de su casa al trabajo y del trabajo a casa, un constante círculo. Ya imaginaba que pensaría, que imagen le vendría, trascendental, al sujetar la moneda, verla y levantarla, como una ostia que se eleva y se santigua, y luego se lleva a la boca y se llena uno de Dios, de su carne y su sangre, de la carne del padre, del hijo, canibalismo primario, en este caso, el bolsillo y el capitalismo, desde el sedentario y el arado, del trueque a la compra y venta, la economía, la oferta y la demanda, el cobro y el precio, me pagan, me sacan, los impuestos, el liberalismo de Adam Smith, las concepciones del valor moneda. Imaginaba ya, que su anterior portador había sido un hombre que le dio esa moneda a un pibe de la calle que le cuidó el auto o le limpió los vidrios, o le dio unas estampitas con inscripciones amorosas y aunque éste no tuviera ni novia, filito ni esposa, solterón y mamero, por autocomplacencia le daría 10 centavos y le devolvería los dos cartoncitos con las impresiones de corazones y animalitos cursis. Pero en todo ese día, él, nuestro protagonista, no recibió de la suerte, ni siquiera un boleto capicúa.
Y así fue como se desquebrajó el sistema, el gran paredón se derrumbó por un solo pedazo de cemento que se salió, y el hombre empezó a ver como el rompecabezas se desarmaba por completo al faltarle una pieza, la perfección de todos los días, el calculo infalible, la ciencia exacta de poseer la suerte de la moneda encontrada, todo eso ya se había roto, perdido, pues él, ese día, no había hallado su pequeño círculo de alegría, su sol de vida, suyo, un don de la providencia.
Primero, pensó que se había averiado algo en la máquina perfecta de los tiempos y los espacios, de las casualidades o de las causas y los efectos Solo saber que el cuento no terminaría igual ese día, le generaba un tormento indescriptible, se sentía vacío, solo, dolido, como si le hubieran arrebatado la manta con la que se aferraba antes de dormir cuando niño Se sentía desprotegido, como si le faltara alguna extremidad o se hubiese despojado de él una divinidad indiferente y fría, se sentía como abandonado por un amor al que le había dado todo, aunque eso nunca a él le había ocurrido.
Al principio, intentó, solo intento tomárselo con calma, ver con otra cara el día, pero siempre terminaba encorvado, mirando sin parar para abajo, haciendo excursiones por las calles, peregrinaciones en búsqueda de las abandonadas monedas, las perdidas maravillas circulares, no observaba nada más. Todo el tiempo mirando el suelo, no importaba que la vida siguiera su ritmo, su rumbo, continuara, no importaba nada, ni la gente que pasaba, interrupciones que entorpecían el observar bien, entre las piernas andando, los rincones de las veredas, entre la basura de los cordones, entre las zanjas más oscuras, entre una baldosa y otra, o soñaba con la caída oportuna de una moneda de una viejecita o de un joven apurado por subir a un bondi, solo eran utilitarios, transitorios, el sol, los autos, las nubes atravesando el cielo, el mundo entero se le asemejaba a una plana moneda que lentamente giraba pero que ya no podía alcanzar, encontrar.
La desesperación llegó, se autoengañaba, dejaba monedas de 10 centavos de su sueldo de oficionista, diseminadas por la casa, y al otro día, por la mañana, encontraba una moneda en el baño, cuando se miraba al espejo, pero era falso y él lo sabía, no le decía nada ese encuentro, y la cantidad exagerada de encuentros, entre los muebles y los cubiertos, le hacían sentarse, y frenéticamente, ponerse a llorar.
La gota que rebalsó el vaso, fue cuando, una tarde caminando entre las calles se encontró, gracias al brillo del sol, con una reluciente moneda sobre el cordón, sus ojos brillaron, se encendieron de alegría, de éxtasis, y se abalanzó, ágil y veloz, casi como fiera sobre presa, entre el temor a que venga otro y la sostuviera y se tuviera que luchar por ella como por Helena, él haría toda una guerra por esa moneda. Pero aunque no tenía hernia, intentó e intentó levantarla del asfalto y no pudo, era una broma macabra del destino o de un flor de hijo de su madre que lo hizo a propósito riéndose de los tontos como él, que se volverían locos intentando sacarla, cuando este macabro creador de la artimaña, en el pasado la había colocado, a esa, de 10 centavos, sobre cemento fresco que ya se había secado. Intentó locamente liberar de su prisión tan dura y hermética a esa luz, entidad lumínica y circular. Ya pensaba en gastar lo que fuera necesario, no importaba, con tal de sacarla, comprar algún elemento en la ferretería, pues era de él esa moneda, él la había hallado, no sería como otros miles que habían caído en la trampa, que luego vencidos, se irían despacio y de reojo observando a ese encerrado ente celestial, él sería como Arturo, sacaría la espada de la piedra..., pero luego, el tropiezo con un caminante inadvertido de sus delirios místicos, lo despertó del trance, y lo vio sumido en la desesperación mas amarga, vio a ese objeto como a un objeto inútil, como un arte naif, bello, de decorado, una lentejuela clavada ahí, en el asfalto, como otro adorno más para la ramera, para el Elvis gordo rechoncho, con panza que cubre la adorada pelvis, y entonces, el hombre recordó, cuando chico, sintió dolor, como al ver a esos niños tirando con el aire comprimido a un pajarito que caía de su vuelo, cuando sus amigos de la infancia pusieron una moneda de 10 centavos sobre las vías del tren, con el cruel y extraño pensamiento de que con ella descarrilaría, pero al pasar el patas de hierro, fue él el que sintió angustia, como cuando se te muere un perro, porque al pasar el último vagón, ella quedó doblada completamente, casi tocándose ambos bordes, inútil, ya no serviría ni para comprar bombuchas para mojar a las chicas de la vuelta de su casa.
Llegó a caminar durante largas horas, en los subterráneos, en las estaciones de trenes, en las terminales de obnibus, entre el mar-desierto de gente, donde casi llegó a tirarse a la oscuridad de las vías por la ilusoria esperanza de encontrar allí la gloria que faltaba, y confundía chicles, colillas de cigarrillo, tapitas de cerveza, con su deseo más hondo y ansiado. En su andar vacilante, caminaba detrás, como hipnotizado, de esos viejos que van, con las manos en los bolsillos haciendo sonar las monedas junto con sus llaves, y ese sonido era como la espera de que una se escapara por el vaivén, que una asomara y cayera, para luego, como buitre sobre la osamenta, caerle encima con boca abierta y ojos para afuera.
Sus ojos se gastaron, dolieron, se pusieron en extremo rojos, de tanto fijar la vista en el suelo tan uniforme, tantas veces tropezó, cayó y volvió a levantarse, sintió insultos por no fijarse y chocar con alguno, pero él no llevaba ninguna carga más que la ausencia, la falta, esa era su cruz, y mal tenía la cara, pues no le importaba nada su vida aparte de esa moneda que deseaba encontrar, más allá de esa porción de tesoro pirata del asfalto.
Fue enfermando, anémico por no comer, no le interesaba, sucio por no bañarse, ni siquiera importaba la comodidad de su sofá y las tonterías que dirían hoy los diarios o la televisión. Se fue convirtiendo de a poco en un caminante vagabundo y errante, dejó su trabajo, durmió en las calles que lo veían y lo sentían en su paso enloquecido en búsqueda, con barba crecida, ropas derruidas por el paso de los días, los calores y los fríos, los zapatos rotos, el pelo largo, y el sueño del hallazgo como único camino.
Se sumergió en la miseria, fue un linyera encorvado, pero que solo le importaba ese objetivo insano, empezaron a darle limosnas, pero eso no era lo mismo, y actuaba con violencia contra esos que pensaban que al darle monedas lo ayudaban, como lo veían tirado ahí, descansando de su última expedición por las calles, como si fuera una jungla y esa moneda, la única, la gran ciudad del Dorado.
Un día, ya con alucinaciones, sujetando monedas invisibles y emitiendo risotadas estridentes y bruscas, sonriendo dementemente, agachándose cada dos segundos, con una felicidad de locura en los ojos, tenía visiones de una gran alfombra, un camino luminoso compuesto de monedas de 10 centavos, brilloso camino que llevaría al templo, a la verdad, a la idea, a la materia que era verbo, a la energía materializada, la gran divinidad esperaba al final del camino, pero como todo eso era solo dentro de su cabeza, él estaba transitando en línea recta por una vereda en donde los que pasaban debían esquivarlo y algunas viejas finuchis ponían cara de asco.
Lo malo fue, cuando su alucinante andar culminó en la puerta abierta de un bondi, y encima, con el último pasajero que había dicho: ”Un peso”, la unidad que resume al universo, y estaba para meter la moneda en la máquina, tan automáticamente como siempre, mientras el chofer lo marcaba, entonces, el miserable hombre se trepó con estridente chillido sobre el colectivo como leona sobre ñu, y viendo a ese pasajero como dador de la ostia santiguada, como el monje, el shaman con el peyote, con la mezcla de cactus con cobre, entre vegetal y metal, y le se abalanzó con su rostro y abriendo la boca, le arrebató con los dientes la moneda que era la conjunción de 10 de las de 10, que darían la clave de la perfección, el otro lado, el opuesto a éste, la sombra de la luz, a través del espejo, y se la tragó.
El pasajero miró atónito la secuencia, sin salir de su asombro, el chofer, más predispuesto por el stress del trafico a las peleas y a los arrebatos, fue el que viendo desde afuera la escena, arremetió contra el linyera y lo agarró de las sucias ropas y con fuerza se dispuso a sacarlo de su colectivo y pegarle repetidas veces en la cabeza como si así volviera en sí, entendiera la locura que había hecho o devolviera la moneda que se había ingerido. El vagabundo se paró como pudo, y ya venía el otro, que había caído de su espasmo, para también darle lo suyo, una paliza igual o mayor que la del colectivero, pero entonces, él corrió, empezó una huida entre las calles, fue perseguido unas cuadras, más por escarmiento que por querer llegar a un acuerdo, pues la devolución no sería más que revolver su excremento.
El hombre, sintiéndose aun perseguido por caballeros de una corte enemiga , dobló una esquina y entró a una galería, a un shopping, para él, un bosque tupido y lleno de maleza, donde se alejaría de esos jinetes oscuros montados en fieros caballos azabache, pero se encontró frente a frente con una inmensa fuente que se encontraba en el centro de ese bosque, se acercó sigilosamente como quien encuentra las aguas de la vida eterna, de la sabiduría, de la por siempre juventud, y vio diseminadas en el fondo azul, las diminutas monedas que la buena suerte augurian, que son el sueño de ese, esa, aquel y aquella otra, el sueño de ir, de volver, de estar, de no estar más, de que me diga que si, de que me vaya bien, o de que se cure la vieja. Vio su paraíso perdido, se sintió Adán frente al árbol de la vida, y se lanzó en encuentro de esas bellezas circulares, queriendo atraparlas a todas, escurridizas, vociferantes, como si cada una fuera un niño liberado de cadenas, bajo la celda de las aguas de esa fuente.
Concentrado en ese furtivo trabajo de liberación, alargaba sus brazos y sus manos sentían la esperanza, el deseo, los sueños de tantos, se sintió fuerte, poderoso, entendió lo que era ser un rey, un emperador, tener a tantas vidas en un puño, se sintió Napoleón, mientras que con ojos hambrientos bajo el agua, olvidando la respiración, sujetaba, cada vez más débil, cada vez más despacio, las monedas que ya resbalaban de sus dedos, que ya no alcanzaba a verlas, a palparlas, mojadas, y alrededor todo mojado, poco a poco, las burbujas, los cabellos fueron los primeros que ascendieron a la superficie, luego sus brazos y piernas los acompañaron, y las monedas salieron una a una de sus bolsillos y manos, volviendo a las profundidades azules en esa fuente de vida eterna que da muerte.
Las aguas siguieron corriendo aunque él ya estaba quieto, y esas aguas en ondas alrededor suyo, eran como el tiempo que sigue, que corre sin detenerse, sin rumbo o sin búsqueda, salvo por alguna, fuera del alcance de nuestra percepción, sin evidencia.
Como un cristo ensartado en una moneda de 10 centavos, él, brazos y piernas, desde arriba, Dios vería a su hijo, y esa fuente circular sería el crucifijo de este Mesías sin arenga, sin profecías, otro hombre más, muerto por su deseo, descontrolado, el oficionista vuelto un linyera por su sueño de una moneda que no encontraba y que siempre se le había dado, como una tía que siempre traía regalos o unos dulces cuando era chico, la suerte le dejó un día, como cuando él, al lado de sus padres, estuvo precisamente junto al cajón gris donde el cadáver que una vez fue dadora de chocolates, estaba allí, yaciente.

1 comentario:

Otro Cuento dijo...

Excelenteeeeeeeeeeee! Me encantó! Tiene d todo...