domingo, 14 de noviembre de 2010

La espera:

Miró la hora, otra vez lo mismo, 23:23, maldito celular, quería hacerlo mierda contra el piso, pero el reloj, allá arriba, marcaba en sus agujas lo que el digital ya había dicho más directamente.
Vino otra vez, todo empezó a temblar, la maceta se iba acercando, temblequeando, al borde de la mesita. Él lo sentía bajo los pies, en el espejo movedizo, en su mirada que palpitaba.
El tren pasaba otra vez y él, viviendo frente a las vías. Nunca te acostumbrás a eso. De chico, ya traumado, se le morían todos los pajaritos, los loritos, los canarios, por el estrépito, por el espasmo, hasta el paro cardíaco.
Roberto, que se ese era su nombre, sufría cada vez que el patas de hierro pasaba, pero no podía mudarse, algo lo atrapaba, tal vez era el hechizo de la cercana, la ansiada muerte pasando.
No lo sabía. Salía poco, cerraba la puerta inseguro, señalando con esa nariz aguileña a ambos lados, con esa boca pequeña, entreabierta, mientras que, con fervorosa firmeza, daba las dos vueltas y con la otra mano afirmaba que estaba bien cerrada.
Miraba las vías con ese temblor que posee lo que repulsa y atrae, por lo peligroso y lo desconocido, por el brazo suelto que vio esa vez entre los durmientes, y la gente y el olor aún fuerte de los frenos quemados, o el perro agonizando o el coche desperdigado.
Estaba leyendo un libro, se sentía dentro de sus páginas, dentro de la selva, deseaba estar allí, imaginaba qué estaría pasando en ese mismo instante en el Amazonas, pero las descripciones le daban tanto pavor que sabía que la devora hombres no era para cualquiera. Los tantos seres de eterno nacimiento y muerte, y que ésta es vida en cada hoja que cae y es abono de la tierra, en cada hombre cayendo que sería labor de los gusanos, y la fiebre y las sanguijuelas y las pirañas y los árboles que hablan y la misma selva toda, que te hechiza para siempre y te lleva con ella en una locura al filo del final, pero antes la existencia misma es reina, no el error de esas macetas, de esa casa limitada, cercada por ese único río seco, funesto, y él ahora, sentado de nuevo en su sillón, esperando, placer-displacer del alma humana, que sonara ese teléfono, que ese celular le dijera con unas letras que por la síntesis de la sintaxis, eran semántica aplicada, pero nada, ni vibraba, y ponía más fuerte el televisor que llovía lentamente mientras que, otra vez, el voraz que iba para la Plata rugía con su “¡Tatac-tatac!, ¡Tatac-tatac!” y todo repetía su andar punzante.
Fumaba para relajarse, ya se iría a acostar. Dibujaba ideas en las manchas de humedad del techo hasta que se entredormía, atinando apenas a apagar el velador.
A veces soñaba sólo cosas incoherentes, charlas fugaces con gente que hacía tanto que no veía y hasta a veces, le pasaba aquello de soñar con uno, y el mismo día cruzárselo en el centro. Pero lo peor era cuando soñaba con el tren. No sabía si era que lo estaba escuchando de verdad, pasando de nuevo, pero de pronto se levantaba, miraba al costado de su cama, como buscando las chancletas, pero de vez de su pieza había una selva con enormes árboles y arbustos tupidos, y entrecruzando la oscuridad del verde, las vías se mostraban, y a lo lejos, el viento traía su gozoso lamento, el susodicho se acercaba, y él, estremecido, no podía, no tenía fuerzas para escapar de allí, para detenerlo, no podía actuar, salir y se acercaba cada vez más, hasta que abría los ojos, transpirado, mirando a todos lados, buscando en el costado las vías, el sonido, la selva, el tren lejano, y tenía miedo de volver a dormir y que volviera otra vez a estar en medio del tren, de la irrevocable muerte.
Así pasaban sus días, tensionado por las preocupaciones que el mismo se generaba, presionado en su mente, círculo vicioso enfermante que no podía más que llevarlo a la desesperación y al letargo.
Salía cada vez menos. A lo último le pedía a la vecina que le fuera a cobrar la jubilación de Segba. Ya no quería estar rodeado, ya estaba cansado, taciturno, huraño. Se quería ir y ese río seco lo incitaba como víbora para que mordiera la manzana y él, esquivando el rostro al mirar por la ventana, volvía a ver el celular sin un mensaje. ¿Para qué le habían regalado esa basura si no le servía más que para ver la hora? Se habían olvidado de él, como esos botines que perdieron el brillo de los años de gloria y ya no se extrañan y ya no se buscan.
Leía en su cuarto. Ese colombiano, antes prejuiciado por él, lo estaba sumergiendo en una aventura que se agigantaba en cada página, en cada nueva voz que contaba su historia. Era lo único que le quedaba de la vida, soñar con viajes imposibles desde su sillón viejo. Cerró el libro, deprimido más aún al darse cuenta de su miseria.
Se fue a bañar, tal vez eso aligeraría la tarde. Se sacó la ropa como de costumbre, la tiró al suelo, ahí, al lado de la ducha, para poner los pies luego, al salir, como era hábito, y de ahí, a lavarlo con el jaboncito y la canilla, sentado en el bidé.
Ya dentro de la ducha, comenzó a pasarse el jabón por la cara, le entró en los ojos, aulló entre raíces coloradas y estrellitas de colores. Resbaló, no atinó a sostenerse del sujeta-toalla. Chocó su cabeza contra la canilla del baño. La ducha siguió corriendo, impasible. La sangre fluyó y escapó al igual que el agua. El ruido inconfundible del tren, reapareció, como anunciando su despedida, su ida, su llegada.

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