domingo, 5 de septiembre de 2010

Dí uno, yo diré dos:





Jorge era contador público pero en sus tiempos libres y en secreto, era poeta.
Esto le traía graves problemas con su cuerpo. Discutía seguido. El otro lo tumbaba, lo hacía dormir en exceso, recuperando las horas perdidas entre lo papeles y la lámpara, pero también había un poco de sadismo. Lo retenía en esa cama. Lo hacía llegar tarde al trabajo.
Jorge tenía constantes peleas con su cuerpo. Cuando quería discutir con él, no sabía bien a donde referirse y se miraba al espejo.
Su cuerpo lo odiaba por ocupar tanto tiempo sólo con esa masa imberbe de ahí arriba, tanto maquinar con todo esto, de vez de actuar, mover los pies, agitar los brazos, ejercitar los músculos, vitalizar los huesos, mantener a ritmo los pulmones cansados del tabaco del aburrimiento y de la densa atmósfera de su cuarto por las noches, estancado humo entrando por la piel.
Jorge esculpía a la ramera del cosmos en esas hojas. Escribía sobre los planetas, las constelaciones de estrellas, de la tan posible vida en otras galaxias y de que la vida no tenía sentido, por lo menos la nuestra, con esas reglas impuestas y así se iba, se disparaba por otros ejes de la mente y, entre todo eso, otra noche pasaba sin dormir y se iba derecho al estudio. Pero el cuerpo, aunque en silencio, accionaba. Lo dejaba quieto, duro, le paraba las piernas y lo tenía ahí, a su merced, en plena calle por vario rato.
Jorge volvía, exhausto pero a las puteadas. Como siempre, no sabía a qué parte mirar, a qué dirigir su mirada hiriente pues esa cabeza era él, lo que él simbolizaba para los demás o ¿Ese era el enemigo? ¿Ese sólo era el cuerpo? Jorge no escuchó las advertencias. Entre varios tachones, líneas disparatadas que se disparaban de un lado a otro por su mano, brotaban, sin embargo, los versos del poeta, aunque su cuerpo intentara impedirlo, inutilizara por momentos su mano escritora o la hiciera mover enloquecida como una simple máquina sin control. Escribía sobre la ilusión, que no era posible porque acabábamos con la muerte, que por eso tenía más sentido la nada que el todo, que el universo se habría generado de un grano de arena.
Pero el cuerpo, aprovechando el instante en el que acababa el último verso amanecido, lo volteaba otra vez, arrugando el poema, lo hacía caer al profundo precipicio del descanso.
Jorge decía uno y su cuerpo decía dos.
Una mañana como tantas otras, su cuerpo lo abandonó. Jorge quedó flotando como el tufo de su cuarto, como un ente, un espectro, mientras miraba a su cuerpo que despatarrado en el suelo le sonreía con todas sus partes, casi imposible de describir pero así era, como diciendo: “Te lo advertí”, “Te dije que no te vayas en sueños despierto, que no te vayas por las ramas de tus pensamientos”, “¿Para esto tanto esfuerzo? ¿Tantas noches, puchos, palabras en vano?”
Luego dijeron que fue un infarto, pero ustedes conocen la verdad. Jorge había efectuado la última batalla con su cuerpo y sabemos bien quien ganó.

1 comentario:

Otro Cuento dijo...

nooooooooooooooooo buenisiiiiiiiiiiimo! Esa lucha eterna con nosotros mismos, el deber... el sentir.... la misera de la vida... el ir contra nuestra natura...El sentirnos mierda por no hacer lo q queremos lo que sentimos.. el intentar adepartarse cuando no somos de ningun lado conocido.. uy me fui de mambo.. me gusto mucho